Carmelita Flórez
Volver a enamorarse de Constance Bonacieux y recuperar los herretes de la reina Ana, navegar con Huckleberry Finn y Tom Sawyer por el Mississippi, observar escondido entre los juncos a Robinson y Viernes, buscar con Jim Hawkins y el largo John Silver el tesoro, compadecerse del capitán Ahab, prisionero de sus fantasmas, ser cómplice de Guillermo Brown y los proscritos, escuchar las conversaciones de Alonso Quijano y Sancho, atravesar durante cinco semanas el África subsahariana en globo con el doctor Fergunsson, Kennedy y Joe, cruzar al otro lado del espejo con Alicia. Y despertar con Gulliver en Liliput. Volver a la felicidad de las lecturas de la infancia.
La frontera entre la infancia y la edad adulta. ¿Existe? Aseguran los psicólogos que perdemos con la edad la inocencia y aquellas fantasías que nos recreaban de niños se pierden con el tráfago que requiere la existencia. Que caemos en las tinieblas de la supervivencia y deambulamos en el pelotón de los forzados buscando una meta. La infancia es el paraíso del hombre. ¿Volveremos a él?

«Los Viajes de Gulliver” han sido considerados literatura menor, infantil. Quizás, desgraciadamente, porque las traducciones que de ella se hicieron nunca fueron buenas y partían de otras lenguas, que no del inglés original con que la escribiera Jonathan Switf. Publicada en Londres en 1726, en España sufrió el desencuentro secular de traductores y editores, que por las amputaciones sufridas, por las omisiones desacertadas de capítulos, o por traducciones espurias y parciales fue considerada, torpemente, como una literatura menor, o infantil, sin que trascendiera su significado crítico y profundamente fiscalizador de la pacata, promiscua y colonialista sociedad inglesa, y europea, con que su autor impregna la novela a lo largo de todas las páginas del libro. Hubo que esperar hasta 1982, se cumplen ahora cuarenta años, para que se ofreciera al público español una versión fiel al original y se esclareciera una obra que desarrolla una denuncia contumaz de una sociedad flotante, de sus hábitos, de sus vicios, de su filosofía, de la religión anglicana, del sistema político —la monarquía—, y de una nación que, por aquella época, era la primera potencia y estaba a la cabeza del orden mundial en el siglo que fue el paradigma de la evolución de la ciencia, de la filosofía, del saber, del pensamiento, del derecho social, de la técnica y del progreso y de la revolución contra el viejo orden: el siglo XVIII, el Siglo de las Luces.
Una mosca cojonera fue, en efecto, Jonathan Switf, hijo póstumo llegado a una familia con pocos medios económicos, irlandés de Dublin en un momento en que Irlanda era una colonia de Inglaterra, pastor anglicano por necesidad, amante y esposo de dos mujeres a la vez, Estela y Vanessa —las perturbaciones que en el inconsciente erótico, en la psique masculina puede sembrar ese amor loco son imprevisibles—. Y trasluce su misoginia en algunos juicios que ahora consideraríamos como inapropiados, pero fiel reflejo de aquella época: “…los caprichos de la mujer no se circunscriben a ningún clima o nación y son mucho más universales que lo que puede fácilmente imaginarse”. Fue a veces tory, a veces whigs según conviniera y denunciante a lo largo de sus viajes, de los de Gulliver, de un sistema social y de un comportamiento humano tan denigrante como actual. Como si esas conductas que expone Swift hace trescientos años estuvieran de actualidad ahora. Lo están, las guerras. Como si las pasiones, motivaciones y comportamientos humanos hubieran trascendido al paso de tres siglos, porque la conducta humana se mueve por intereses y necesidades básicas: el dinero, el honor, la gloria, el poder, el placer sexual, etc., que se perpetúan y sobrepasan épocas o sociedades y marcan el devenir del hombre en su corta vida.
Todo es relativo, nada es verdad ni mentira. Los enanos de Liliput, los gigantes de Brobdingnag, Gulliver gigante o enano (“El increíble hombre menguante”, cine, serie B, 1957), los locos científicos de la isla voladora de Laputa: “No hay nada tan disparatado e irracional que algunos filósofos no lo hayan sostenido como verdad”; las conversaciones con Homero, con Aristóteles y Descartes en las apariciones de los espíritus, esa cueva de Montesinos atiborrada de monstruos de la sinrazón de la ciencia. Y se descuelga en argumentos sabrosos sobre el cinismo, hipocresía y mentira de políticos, dirigentes, soberanos, ministros, escritores, jueces, etc. Hace un análisis certero y extenso de lo que constituye la identidad humana: corrupción, falsedad, mentira, avaricia, engaño, todos los vicios están reflejados en sus “Viajes”. O la inmortalidad de los Struldbruggos, esos seres que prolongan su existencia infinitamente como penitencia por vivir (¿se inspiraría Borges en este relato para su célebre cuento?). O el mundo racional de los hoyhnhnms, los cuadrúpedos, contrapuesto a la irracionalidad primitiva de los yahoos, ese intercambio de papeles entre bestias y humanos. ¿Quién es el semoviente, quién, el de dos o el de cuatro patas?
Sátira y querella. No pone freno Swift en su denuncia de la corrupción de jueces y políticos. «Has demostrado claramente que la ignorancia, la holgazanería y el vicio son los ingredientes necesarios para poder ser legislador; que las leyes las explican, interpretan y aplican mejor aquellos cuyo interés y aptitudes radican en tergiversarlas, embarullarlas y eludirlas».
O en criticar la perversión, pereza y torpeza del ser humano: «¡Qué animal tan diminuto, despreciable y desvalido es el hombre en su naturaleza! La nobleza… por el poder; el pueblo por la libertad; y el rey por el dominio absoluto».
O en resaltar la infinita estupidez humana reflejada en los párrafos sobre cómo comer un huevo duro, si por la parte ancha o por la estrecha. “Que todos los fieles rompan los huevos por el extremo conveniente”.
Aún queda por resolverse el enigma del descubrimiento de los satélites de Marte, Phobos y Demos, que Switf describe 151 años antes que los descubriera el astrónomo americano Asaph Hall, en 1877. ¿Cómo lo hiciste, Jonathan? Y se mantiene en toda la novela ese afán aventurero, los grandes viajes transoceánicos, los descubrimientos de lo desconocido en busca de nuevas rutas, los datos de navegación geográficos sobre la ubicación del barco y la inexactitud de las cartas marinas, llenas de errores que permitían augurar nuevos mundos, nuevos países, nuevas razas, la aventura del saber.
Fue Pollux Hernúñez el traductor directamente del inglés, editado por Anaya en 1982, en la colección Tus Libros. Se hicieron al menos dieciseis ediciones. Dichosos los poseedores de algún ejemplar, de este cofre de monedas de oro encontrado en la isla de los sueños. Refugiarse en «Los Viajes de Gulliver” —Lemuel Gulliver, primer oficial médico y luego capitán de varios barcos, el Antílope, el Aventura, el Bienespera, el Amboyna, duran 16 años y 7 meses corridos— devolverá al desocupado lector a la aventura de los Mares del Sur, al descubrimiento de los tesoros escondidos entre los renglones, a la complicidad de la farsa de un teatro lleno de humanidades torcidas. El curioso ojeador de páginas viajeras regresará al paraíso del hombre, a la infancia.
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