Agustina de Champourcin (Texto y fotos)

Andaban muy desunidas las señoras manifestantes el 8 M por las calles de Madrid, que aquello parecía una persecución, un que te pillo, un pasito palante, María, un pasito para atrás, que donde acababa una manifestación, en Cibeles, empezaba la otra, por la Gran Vía, amigas para siempre, pero no tanto como para unirse bajo el mismo lema. Juntas, pero no revueltas. Gargantas al viento para abolir el vicio, el pecado, la explotación sexual, como si con un decreto se erradicara el deseo, la lujuria, el estupro, la maldad, la violencia contra la mujer, la guerra del hijo de Putin. Un 0,35% del PIB genera el consumo nacional mercenario de sexo. Triste país, España, el mayor consumidor de Europa. Las mismas bocas, los mismos gritos, los mismos deseos de rebelarse contra el trato machista y reivindicar una actitud de equiparación de trato, de aplicación de derechos y libertades en todos los sectores sociales de la vida. Los mismos puños en alto, las mismas banderas, las mismas pancartas, los mismos colores, los mismos gestos airados atronando los oídos de los concurrentes. Mamás y papás orgullosos de la iniciación combativa de sus retoñas. Jóvenes maquilladas con el espejito de Venus en sus mejillas. Los novios en segundo plano, acompañantes dóciles ante el clamor de sus chicas. Mezcla de razas, de sexos, de edades, de culturas, de creencias reclamando un trato más humano para la mujer. Madrid era una fiesta, una romería. Pero cada una por su lado. La dispersión propia de cualquier actitud crítica que siempre se ha evidenciado en la reivindicación de la Izquierda, ya sea de partidos o de asociaciones ciudadanas. Un quítate tú que me ponga yo, un sí, pero no.    

Al paso por Montera, jóvenes hetairas cerraban el trato con clientes despistados mirando de reojo a las jóvenes airadas. ¡Y esas!, ¿quiénes son? Pensaban.



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