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Alejandro Malaspina, Andrew Carnegie, Charles Clifford, Charles Darwin, Comisión Científica del Pacífico, Einstein, Ignacio Bolívar, Isabel II, Junta de Ampliación de Estudios, María de Maeztu, Marcos Jiménez de la Espada, Museo Nacional de Ciencias Naturales, Ramón Castro y Ordóñez, Ramón y Cajal, Rey Pastor
Resumen de lo publicado: Ángel Cabrera Latorre fue un eminente zoólogo que vivió a caballo entre dos mundos, España y Argentina, en unos tiempos convulsos en los que la ciencia se entendía como la esperanza que aliviaría las carencias humanas.
Ángel Aguado López
Para mi amada esposa dedico este libro, como recuerdo
de las excursiones que juntos hemos hecho
para cazar o para estudiar muchos
de los seres que en él
se describen.
Así comienza su obra “FAUNA IBÉRICA, MAMÍFEROS” Ángel Cabrera Latorre, publicada en Madrid, el 2 de abril, 1914. Es un trabajo de gigante que aún hoy causa admiración por su preciso y precioso contenido científico reconocido internacionalmente. Y también produce ternura. Al repasar el volumen existente en la Smithssonian Institution se aprecia la caligrafía decidida del naturalista Gerrit S Miller Jr, April, 1915, fecha en que adquirió y firmó su ejemplar. Sí, apenas un año después el libro de Cabrera ya se había difundido por el mundo.
Y es también un homenaje a su maestro, Marcos Jiménez de la Espada, otro científico que con un grupo de valientes realizó una de las expediciones más excitantes e ilustradas que, bajo el reinado de Isabel II, se realizaron al continente americano: la Comisión Científica del Pacífico.
Aquello fue la continuación de la que emprendió Alejandro Malaspina. O del viaje alrededor del mundo que Charles Darwin emprendiera a bordo del Beagle entre 1831 y 1836, estudiando entre otras regiones minuciosamente el estuario del Río de la Plata y la Patagonia.
–Se pretendía mantener la presencia española en las ya repúblicas sudamericanas, que habían iniciado su independencia de España tras la guerra napoleónica –dijo Simón Camus, el guía del Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Y prosiguió con –hubo un renacimiento científico en la corte de los milagros. En un período tan lamentable como el reinado de Isabel II en España se desarrollaron proyectos de talla internacional, que dejaron profunda huella en el mundo de la ciencia y de la investigación de la época.
El grupo que le escuchaba lo formaba en su mayoría jovencísimos estudiantes más interesados en washapear que en la réplica del diplodocus de 32 metros que Andrew Carnegie regalara al museo. Julieta Grecó se añadió al grupo. A pesar de su juventud destacaba entre aquellos muchachos porque era la única que tomaba notas del dinosaurio y dibujaba apuntes en un cuaderno de artista.
–La sala de los dinosaurios es una de las más conocidas del museo, sin duda alguna por la réplica del esqueleto que tenemos a mi espalda. El museo, como representante de la cultura e investigación oficial que se practicaba en España sigue la moda de un momento histórico en el que las teorías sobre el origen de las especies, formuladas por Charles Darwin en 1859, se han abierto paso ya en la comunidad científica internacional, y son admitidas casi por unanimidad. Sólo los predicadores y obispos de algunas confesiones pondrán trabas a algo que consideran contrario a sus intereses religiosos, porque la razón y la evidencia científica explican los misterios y son contrarias a la fe y a la ignorancia y al miedo, las causas del negocio perpetuo de las religiones. Hay que tener en cuenta que la divulgación de la cultura y los descubrimientos no se producía en el siglo XIX con la velocidad a la que estamos ahora acostumbrados. Desde la publicación de una teoría, su conocimiento y estudio por especialistas y su divulgación popular en otro lugar y su aceptación o rechazo podían pasar décadas. Y no como ahora, que cualquier noticia que se produzca en el más remoto confín de la Tierra puede ser conocida en cuestión de minutos en el resto del planeta. ¿Conocéis el efecto alas de mariposa que explica la teoría del caos?
Una musiquilla ramplona atronó al dinosaurio Carnegie y todos los ojos se dirigieron hacia un escolar, que no por eso evitó una conversación a gritos con un emisor remoto sobre Star War, como si aplicara la teoría del caos sin ningún género de dudas. Un profesor abochornado consiguió que el adelantado alumno cerrara su móvil y con un mohín se dirigió a Simón disculpándose. Simón observó cariacontecido el pelaje de su audiencia y no pudo sino constatar que los caminos que la sociedad emprende en materia de conocimiento divergen, la mayoría de las veces, con los que con tanto rigor y entusiasmo indicara aquella generación de ínclitos científicos a los que pertenecía Ángel Cabrera. Prosiguió su explicación.
–La Junta de Ampliación de Estudios, la JAE, se creó en 1907 y fue presidida por Ramón y Cajal hasta su muerte, en 1934. ¿Alguno de vosotros –dijo a la audiencia– sabría decirme quién era Ramón y Cajal?
Un silencio espeso se propagó como incendio veraniego entre la muchachada. «Me he vuelto a equivocar» pensó Simón comprobando que sus previsiones sobre el nivel científico de sus oyentes se confirmaban, estaba en números rojos. El profesor intervino de nuevo para echar algo de agua al fuego de la ignorancia que todo lo sepulta.
–Sí, claro, a ver, tú, Jonathan Darío Rubén –dijo señalando a un chaval con aspecto sudamericano apartado del grupo, como ignorado por el resto de la chavalería, prietas las filas en los adelantos tecnológicos. Y Jonathan Darío Rubén, casi con vergüenza soltó dos frases que hicieron las delicias del profesor por un instante, como si al oírlas se viera recompensado tras años de esfuerzo cultivando aquella estepa baldía, aquel alumnado prometedor al que Ángel Cabrera se refería como el futuro de la patria. El alumno venido de los confines del mundo respondió. –Ramón y Cajal fue histólogo, una de las figuras más señeras de la investigación médica universal que hubo a comienzos del siglo XX. Nacido cerca de Zaragoza, premio Nobel de medicina en 1906.
–Así es –exclamó aliviado Simón. Y siguió su charla.
–Gracias a la JAE España goza de un momento único de esplendor científico. Un hecho irrepetible en su historia. Figuras como Julio Rey Pastor, Juan Negrín, Blas Cabrera, Américo Castro, Menéndez Pidal o María de Maeztu entre muchos otros se beneficiaron de la apertura ideológica y el estudio innovador promovidos por la JAE. Y la primavera renacentista de ideas y de conocimientos que experimentó España alcanzó cotas inesperadas, nunca antes vistas en el rácano y exiguo acervo científico y cultural español.
Simón se dio cuenta de que, tal vez, su lenguaje era desconocido para aquella abúlica masa de estudiantes porque sólo había una chica que tomaba apuntes. Y parecía muy crecidita, sería una profesora, pensó. Rebajó su discurso casi a niveles de espinilla para ser comprendido.
–Precisamente fue Julio Rey Pastor el que trajo a Einstein a Madrid. Fue en febrero de 1923. Einstein era ya una celebridad mundial. Había recibido el Nobel en 1921 y su teoría física había revolucionado por completo el pensamiento universal. Algo parecido a lo que pasó con las teorías de la evolución de Darwin. Ambos eran genios que se anticiparon a su tiempo, a los que la humanidad debe mucho. Posiblemente vosotros os beneficiáis a diario de los progresos y de los estudios que Darwin, o Einstein, o Juan Negrín, o Ángel Cabrera, o Rey Pastor introdujeron en la ciencia. Somos sus deudores. Nos apoyamos en hombros de gigantes.
Y algo eufórico con su discurso Simón traspasó, temerario, una barrera que nunca debió saltar. Preguntó ingenuamente al grupo algo que creía elemental.
–¿Por qué le dieron a Einstein el premio Nobel?
El silencio de los visitantes dejó oír el ruido procedente del exterior del museo. Jonathan Darío Rubén lo sabía, pero no se atrevió a decirlo por vergüenza, por pudor. El profesor tampoco se atrevió a preguntárselo, había desaparecido, escondido tras una vitrina con esqueletos de primates de un humano y de un gorila, ¡tan parecidos son!

Una vitrina en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, en Madrid.
–Sí, por su teoría de la relatividad, aquella célebre fórmula de que E=mc2
Y Simón continuó jurándose que no haría más preguntas.
–Algunas de las ecuaciones que ahora estudiáis ya las enumeró Rey Pastor hace ahora justo un siglo, en 1917, en su libro “Elementos de análisis algebraico”. Por ejemplo, seguro que os suena la expresión hallar el límite de una función polinómica cuando x tiende a infinito…
La cara de sus oyentes mostraba signos evidentes de que Simón había bajado poco el nivel de su discurso, por lo que decidió adoptar el rol de niñera que tantas veces empleaba con éxito. «Es verdad el dicho antiguo de que la letra con sangre entra, pero no ha de ser con la del niño, sino con la del maestro» recordó haber leído de María de Maeztu. Quizás la enseñanza de las ciencias en los últimos cien años no había avanzado tanto como él pregonaba, reflexionó. Y decidió contar la anécdota del dinosaurio y relacionarlo gratuitamente con alguna de las películas pseudocientíficas de éxito reciente.
–El esqueleto del dinosaurio que veis tras de mí es una réplica en resina del original encontrado en 1899 en Pittsburgh, Estados Unidos, durante la construcción de un ferrocarril propiedad de Andrew Carnegie, un industrial del acero, millonario y filántropo… –efectivamente, las anécdotas eran atendidas con expectación entre la audiencia– …el rey Alfonso XIII tuvo conocimiento del mismo tras visitar el museo de ciencias de Londres y ver la réplica que allí se exponía, el célebre Dippy. Así que escribió una carta a Carnegie solicitándole otra copia para el museo en el que ahora nos encontramos. La solicitud fue atendida y Carnegie envió la copia, que llegó a Barcelona en septiembre de 1913 y se trasladó a Madrid por ferrocarril. Tres meses después se abrió al público la exposición del diplodocus, aunque el emplazamiento original… –por un momento se entrecruzó su mirada con la muchacha de los apuntes. Ambos se miraron con curiosidad. Con el grupo no venía, demostraba demasiado interés– …no era este. ¿Alguno de vosotros ha visto Jurassic Park? –preguntó a la audiencia. La respuesta no se hizo esperar, la mayoría de los muchachos había visto la película a pesar de los años transcurridos desde su estreno.
–Pues para diseñar los dinosaurios que aparecen en la película Spielberg se inspiró en el esqueleto original que ¿se encuentra en?… –demandó de repente a los chavales. El silencio le convenció de que era mejor no preguntar. Prosiguió su relato.
–El montaje del dinosaurio lo dirigió J. Holland y su ayudante Arthur Coggeshall, venidos directamente desde Pittsburg. Se formó un equipo con los mejores naturalistas del momento, y claro está, Ángel Cabrera, que tenía formación en Filosofía y Letras, aunque no en Ciencias, estaba entre ellos merced a sus numerosos estudios zoológicos conocidos ya internacionalmente. En ese equipo también estaban por parte española Ignacio Bolívar, Luis Lozano, Francisco Ferrer y Cándido Bolívar Pieltain. Todos ilustres científicos que habían tomado el relevo de los anteriores investigadores a los que antes me refería. A aquellos que en el siglo XIX se adelantaron a la ciencia en España a través de sus expediciones y estudios por las costas del Pacífico y atravesaron por el Amazonas toda Sudamérica. Es curioso que la primera expedición que contó con un fotógrafo fuera la de Jiménez de la Espada, que llevó durante su primera parte a Ramón Castro y Ordóñez, artista y fotógrafo formado en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, y que se había preparado para la expedición asesorándose con uno de los fotógrafos ingleses más renombrados y experimentados de la época. Nada más y nada menos que con Charles Clifford, muy conocido en España porque la visitó y la fotografió en multitud de ocasiones a mediados del siglo XIX. De hecho, Clifford murió en Madrid, en 1863, dos años después de comenzada la expedición de Jiménez de la Espada, sin que seguramente hubiera visto ninguna de las fotos de Castro y Ordóñez. Está enterrado en el cementerio de los ingleses, en Carabanchel…
Simón Camus siguió perorando por las salas del museo hasta que despidió la visita en las escaleras de la entrada. Al menos, aquella muchacha del bloc de dibujo parecía interesada en sus palabras. El profesor le agradeció largamente, casi como disculpándose, la brillantez de sus explicaciones. Los chavales expresaron al salir rápidamente su gratitud a la ciencia. Todos se aplicaron en desentrañar el interior de sus washaps que hacía casi treinta minutos que no veían.
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