Lorenza Cobián

»Se me tiene por misógino, por rechazar a las mujeres, no hay ni una mujer en el relato, en esas seiscientas y muchas largas páginas que explican el cortejo, el amor que le hice a mi amante marina. En los barcos no hay mujeres, dicen que nunca conocí mujer, que mi matrimonio con esa jovencita de Nantucket, padre y esposo a la vez, fue una excusa por parecer hombre decente, que la dejé a los pocos meses de la coyunta, que no valía para eso porque nunca lo ejercí, que puede haber en mi carácter la sombra de la sodomía, encerrado en mi camarote con aquellos cinco extraños personajes. Pero, ¡es mentira! Yo soy un marino, un capitán ballenero, el gran capitán Ahab y estoy casado con la mar, ella es mi amante caprichosa y cruel, la que me obsequia con crepúsculos encendidos de fuego en los trópicos y la que me maltrata con tempestades y derrotas de lavas de hielo en los polos.

Moby Dick, de Editorial Fher, Bilbao, 1967. Contiene todo lo necesario para hacer feliz al lector sin someterle al desabrido texto de Melville, cuyo nombre, curiosamente, no aparece en la portada.

»Sí, yo soy el oficial Starbuck, el segundo de Ahab. Dicen que represento la faceta sensible, más humana, más terrena y contrapuesta a la personalidad obsesiva del vengativo cazador enfadado con el mundo. Un mundo que apenas si conoce, por donde casi no ha deambulado porque ha pasado una gran parte de su vida embarcado e ignora incluso el amor de una mujer. Se ha casado con una jovencita a la que dobla la edad, y a la que ha dejado varada en puerto, a la espera de un hijo para culminar el motivo que impera en su vida, la venganza sobre la ballena asesina que le arrebató una pierna, el leviatán marino, el monstruo, el mal escondido en las profundidades de las aguas al que persigue y por el que llevará al desastre a sí mismo y a toda su tripulación. Es un ejemplo de la obsesión irrefrenable que aboca a los pueblos al fracaso colectivo y a su destrucción siguiendo al líder mesiánico, al profeta que les seduce con sus cantos de sirenas, con sus cantos de ballenas. Leviatán: el monstruo marino, el demonio, el inconsciente colectivo de la maldad. La ballena es la mente turbada y poblada de criminales pensamientos, el mar-infierno femenino que arrastra al hombre al desastre y a la fatalidad secuestrado por la mujer, por la ballena, la hembra que con sus voces seductoras conduce al hombre a la tragedia y a su destrucción. Y sí, le era fiel, le acompañé hasta la muerte sin escuchar sus consejos que me incitaban a que no siguiera sus órdenes, que me pusiera a salvo. Me obligaba la obediencia, como tiene que hacer un marino honorable. Ahab murió por el amor de una mujer.

»Sí, Moby Dick es mi mujer, el caníbal femenino que me devoró la pierna, la hembra que envenena mis sueños, por eso debo poseerla, destruirla, por eso dejé a mi dulce esposa y emprendí la pesadilla de perseguir al monstruo. Sí, vivo obsesionado con su captura, con amarrar a estribor su cola como un trofeo, como una venganza, como el resarcimiento de una afrenta. Soy el capitán Ahak, pero mi sed de venganza, mi sed de mal es parecida a la del capitán Hank Quinlan. Moby Dick, ¡te odio!, no pararé hasta matarte, eres mi principio y mi final. No necesito más mujer que tú.

»¿Que por qué estaba en aquella factoría ballenera de Algeciras como un muchachito revoltoso disfrazado de Boy Scout? Yo era un científico, un estudioso de la fauna. Un amante de los animales. En aquella época, en 1924, no había sentimientos respetuosos con el ecosistema. Lo que ahora entendemos como “ecología” no existía entonces. Viajé a la factoría ballenera para estudiar la anatomía de los diferentes cetáceos, mamíferos que poblaban los mares de la península, de esqueleto no muy diferentes del que usted, capitán Ahab, usted, Charles Darwin, usted, capitán Fitz Roy y yo, Ángel Cabrera tenemos. Las ballenas se cazaban por millares en el estrecho de Gibraltar. Quizás ahora abanderaría el movimiento contra su caza y afearía a Japón su holocausto de ballenas y delfines. Les reprocharía a los japos que prosigan otra vez el exterminio de animales tan bellos sólo para suministrar de carne a una población que crece sin parar, para regodearse aún más en su irrefrenable gula. Necesitarían cinco océanos Pacíficos para alimentar a esa masa de habitantes depredadora. Sí, aquello fue una masacre horrorosa, miles de ballenas muertas para engordar los beneficios de una compañía danesa que apenas si dejaba réditos en Algeciras y utilizaba a la analfabeta población como mano de obra barata y desechable. Pero ya lo decía usted, querido abuelo Darwin: la especie animal de superior rango e inteligencia ocupará cualquier nicho que quede vacío y se apropiará siempre de los dominios de especies de rango inferior y hará de las demás, objeto de su depredación, incluidas las clases sociales humanas más depauperadas, los trabajadores humildes que poblaban el estrecho.

Ángel Cabrera Latorre en la Factoría Ballenera de Algeciras, en 1924.

»Poco podía saber el capitán Ahab de mis teorías del origen de las especies porque su historia terrorífica apareció en 1851, seis años antes de que yo lanzara mi gran teoría de la evolución de las especies, en 1857. Aunque es posible que tal vez nos cruzáramos en el Estuario del Río de la Plata, siendo yo un jovencito apasionado y aventurero, pues con el capitán Fitz Roy y en su barco, el HMS Beagle, nos adentramos por aquel territorio hostil y desconocido en aquel viaje iniciático y feliz en el que tanto descubrí y tanto reflexioné. Veintiún años tenía entonces.

  »¡Por allí resopla, por allí resopla! Ahora son frecuentes los avistamientos de ballenas azules en los mares de Guetaria, la cuna de Juan Sebastián Elcano. Yo describí en mi libro “Fauna Ibérica. Mamíferos”, publicado en 1914, la captura que se hizo allí en 1872. Una de las seis cazas documentadas que constan a lo largo de cuatro siglos en las costas del Cantábrico y Atlántico. Sin embargo, en seis años, de 1921 a 1927, se cazaron 3600 rorcuales y 300 cachalotes en la Factoría Ballenera de Algeciras, dejando a los cetáceos al borde de la extinción. Los balleneros vascos ya las cazaban en el siglo VII y casi se extinguen en el mar Cantábrico, de donde desaparecieron durante siglos.

Physeter Catodon. Lámina dibujada por Cabrera que aparece en la página 383 de su monumental obra «FAUNA IBÉRICA. MAMIFEROS», publicada en 1914. Las láminas de Cabrera están catalogadas como Bienes de Interés Cultural y se conservan en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, en Madrid.

«5 de julio de 1832. —Largamos velas y por la mañana salimos del magnífico puerto de Río. Durante nuestro viaje hasta el Plata no vemos nada de particular, como no sea un día una grandísima banda de marsopas en número de varios millares. El mar entero parecía surcado por estos animales, y nos ofrecían un espectáculo extraordinario cuando cientos de ellos avanzaban a saltos, que hacían salir del agua todo su cuerpo. Mientras nuestro buque corría nueve nudos por hora, esos animales pasaban por delante de la proa con la mayor facilidad y seguían adelantándonos hasta muy lejos». Eso escribía yo en mi diario de viajes en el Beagle. Ahora de eso no queda nada, si acaso, alguna ballena franca que siente la misma curiosidad infantil por acercarse al ser humano que en aquellos años remotos.

El abuelo Charles Darwin

»Sí, yo las vi también, aunque ya no tantas en mi viaje de ida a la Argentina en octubre de 1925, hace ahora 95 años. Nos adentramos en el Estuario del Río de la Plata en el vapor Lipari. Recorrimos el mismo itinerario que cuatrocientos cinco años antes, el 12 de enero de 1520, había navegado Magallanes y Elcano en sus naos Victoria y Trinidad. Aquellos aventureros que creían haber descubierto el paso austral del Atlántico hasta el océano Pacífico y que tuvieron que retornar, desolados por el desconocimiento de aquella geografía, por el mismo estuario hasta desembocar nuevamente en el Atlántico y descender varios miles de millas hasta dar con el ahora llamado Estrecho de Magallanes, el paso natural, terrible y peligroso, donde los dos océanos se juntan.

Réplica de la nao Victoria, en la que Juan Sebastián Elcano concluyó la primera vuelta al mundo, periplo que duró desde el 10 de agosto de 1519 hasta el 8 de septiembre de 1522.

»Los barcos, el mar, la aventura, los descubrimientos, esos son nuestros vínculos: El Pequod, el Beagle y el Lipari. Nuestros hogares en los que emprendimos las travesías al nuevo mundo, a otros mundos. A Ahab le llevó a su autodestrucción. Yo, seis años acodado a la borda de un bergantín de 28 metros de eslora. Así ideé el origen de las especies. Y Cabrera a la aventura de una nueva vida en un nuevo hogar donde realizar las ilusiones, tal vez los triunfos que la raquítica España le impidió.

»Sí, hay otros barcos célebres que se llenaron de perdedores en busca de un destino mejor: El Sinaia, que apenas catorce años después de que yo desembarcara en La Plata, llevó a los republicanos españoles acogidos por México, por el general Lázaro Cárdenas. El Alcántara, en el que viajaban, ajenos a sí mismos, tal vez ignorándose el general Rojo y el filósofo Ortega, tan sobrado este de pensamientos brillantes como aquel de derrotas, agotados por la demencia que se había apoderado de sus patrias, tan próximas como distantes. O el Winnipeg, aquel paquebote que desembarcó en Chile a más de 2200 españoles que venían de la derrota. Fue el 3 de septiembre de 1939, dos días después de que se declarara el infierno de la Segunda Guerra Mundial.  O el Semiramis, aquel barco que llegó del olvido tantos años después cargado con una división de prisioneros sacrificados para glorificar al Caudillo, que los puso bajo vigilancia, no fueran a inocular con sus microbios soviéticos el nacionalcatolicismo triunfante de El Pardo. O la goleta alemana “Jungfrau”, cuyo capitán cuenta a usted, capitán Ahab que ha visto al monstruo en el mar de Java, alimentando su sed de venganza. O el “Samuel Enderby”, un barco inglés fletado por la empresa del mismo nombre, “Samuel Enderby & Sons”, una compañía dedicada a esquilmar los mares y los lugares por donde navegaba, que persiguió sin éxito a una ballena muy blanca y con una joroba enorme que lucía en sus lomos los arpones de todos aquellos que quisieron apropiársela. O el barco Essex, a las órdenes del capitán Pollard, de Nantucket, hundido en 1820 en el pacífico supuestamente por una gran ballena. O el Union, matrícula de Nantucket, que naufragó en las Azores en 1807. Mentiras, todo mentiras, que perturbaron su mente revanchista, capitán Ahab, habitada por fantasmas y el deseo de autodestruirse.

»Y el San Juan Nepomuceno, capitaneado por Cosme Churruca, matemático, astrónomo, científico y héroe de guerra que encontrará la muerte el 21 de octubre de 1805 en la Batalla de Trafalgar, donde actuaba de grumete un joven llamado Gabriel de Araceli. O Celestino Mutis, que exploró lo que hoy es Ecuador y Colombia de 1786 hasta su muerte, en 1808. O la expedición científica de Alejandro Malaspina, que en pleno estallido revolucionario francés, entre 1789 y 1794, recorrió en las corbetas Descubierta y Atrevida las costas americanas del Atlántico adentrándose en el estuario de La Plata. Todos aquellos marinos que sentían la fascinación por los mares del Sur.

»Y hay otros barcos y otras expediciones contemporáneos a las publicaciones de Moby Dick y a El Origen de las Especies: La Comisión Científica del Pacífico. Capitaneada por Marcos Jiménez de la Espada a bordo de las fragatas de guerra Covadonga, Resolución y Triunfo. Aquella expedición científica emanada del colonialismo de la vieja Europa, de la vieja España, recorrió de 1862 a 1865 los territorios ignotos de ultramar. Atravesaron un continente de un océano a otro. Una expedición que coincide con la Guerra de Secesión norteamericana y con los estertores de un reinado que acabaría en huida, en exilio de lujo. El de Isabel II, una mujer inmadura e incapaz, heredera de las vesanias de su progenitor, el rey felón. Otra ballena blanca.

Fragata Resolución, 1863.

»Queequeg es el buen salvaje, el Emilio de Rousseau que contrapone su inocencia de hombre primitivo a la brutalidad del individuo incrustado en la civilización occidental. Es la compensación simple y natural de Ismael, es el Viernes de Robinson, la naturaleza salvaje libre de maldad frente a la irracionalidad del colonizador europeo. O americano, como Ahab, de Nantucket, un puerto cerca de New York, el nuevo mundo donde han confluido todos los aventureros que buscaban una meta al otro lado de Europa.

»Y opuesta a la figura de usted, capitán Ahab, está la del capitán Robert Fitz Roy, que con tan sólo veintitrés años comandó el HMS Beagle. Fitz Roy, un marino ilustrado, un científico interesado por los descubrimientos, cuatro años mayor que yo, Charles Darwin. Quizás fuera eso, la juventud lo que nos unió en esa aventura por los mares del Sur, dos mentes abiertas a la investigación, al progreso y a la ciencia.

»Sí, yo, el capitán Ahab he leído decenas de veces la biblia. Releo constantemente los versículos de Jonás y su pecado de desobediencia. Y cómo nuestro señor todopoderoso le castigó con la expulsión de los cielos arrojándolo a las tenebrosas profundidades marinas. Tal vez le salvara el vientre de la ballena, tal vez Dios, nuestro señor magnánimo y generoso, reservara para Jonás el perdón, le refugió en el interior del pez y le devolvió a la playa indemne. El monstruo se transformó en guía y rumbo feliz para Jonás. Yo no tuve tanta suerte, la ballena me segó la pierna y más tarde segaría mi vida y la de todos aquellos que embarqué en mi desgracia. Recibí el castigo de Dios por mi soberbia. Viviré eternamente en los infiernos abismales del océano.

Ilustración original de la Editoria Fher, 1967.

»El arzobispo de Canterbury arrojó sobre mis teorías evolucionistas todo el azufre de sus doctrinas religiosas porque mis razones científicas competían con los preceptos de su fe ciega. “El Origen de las Especies” proyectaba luz sobre sus tinieblas y evidenciaba que sus argumentos anglicanos sólo se apoyaban en el éter de la ignorancia ajena. Entonces me condenaron y prohibieron leerme, otra nueva inquisición que me negaba la evidencia del conocimiento crítico. Se convirtieron en escualos que se tragaban cualquier silogismo procedente de la observación y del estudio. Condenaron al naufragio todo aquello que competía contra su espuria espiritualidad y su riqueza material en la tierra. Era eso, el pensamiento, la razón y el conocimiento ponían en jaque el lujo de su existencia acomodada. Distrajeron la mente de sus acólitos con aquella fábula de la procedencia humana de los simios. ¡Ridículos! Aún hoy abundan legiones de creacionistas convencidos de que un dios omnipotente creo el mundo en seis días y a la mujer de una costilla de Adán; Que es el sol el que gira sobre la Tierra o que el mundo es plano como el mantel de la mesa de popa donde los oficiales del Pequod se sentaban para almorzar. Están convencidos de que hay que hundir en las profundidades marinas a todo aquel que no sea temeroso de su dios, que una ballena gigante se tragará a los incrédulos, que Moby Dick resurgirá victoriosa para tragarse a los paganos seguidores de la razón. 

»Que mi padre, el obispo Juan Bautista Cabrera Ivars, fuera el primer primado de la Iglesia Anglicana en España fue para mí motivo de orgullo. Mi padre nunca me adoctrinó en el fanatismo religioso. Era un ser libre e interesado en el conocimiento que, enamorado de mi madre cuando profesaba el catolicismo, buscó la manera de profundizar en sus dos amores, el amor a Cristo y el amor a mi mamá, Josefa Latorre.  Por eso se entrevistó con el general Prim en Gibraltar, un lugar entonces poblado de ballenas que yo estudiaría cincuenta años después. Prim, el libertador, el valedor de Amadeo de Saboya, el héroe del levantamiento contra la reina de los tristes destinos, una mujer inmadura e incapaz obsesionada con levantarse las faldas y descolgar los calzones de sus amantes. Aunque bajo el patrocinio de ella se emprendiera la Comisión Científica del Pacífico. Prim, también un aspirante a espadón como Narváez, su enemigo político, que murió asesinado en la calle del Turco, esquina a la calle Alcalá. Por ese amor a la verdad que me inculcó mi padre pude yo interesarme por la ciencia y emprender todos aquellos viajes y exploraciones por El Rif y por las estepas de la dura Patagonia. Hay, en verdad, un paralelismo en los deseos de aventura que emprendimos el capitán Ahab, el capitán Fitz Roy, Darwin y yo en aquellas expediciones por los mares y las tierras del planeta Tierra. A los cuatro nos unía la curiosidad de los océanos infinitos y el saber sobre las criaturas que los pueblan. Teníamos necesidad de conocer, de desvelar y separar la ciencia de la superstición, la verdad de la creencia ciega, de elevar la razón por encima de la religión. Quizás fue el capitán Ahab el único que sucumbió a la sinrazón de su obsesión y quizás fuera eso lo que le llevó al error, su locura fue el origen de su destrucción atragantado en las entrañas del monstruo marino. Caronte varó su barca en las negruras del Hades. Ismael, al menos tú sobreviviste a la tragedia.  

     Ahab se pelea con la ballena como el lector con la novela. Es un relato de prosa áspera, farragosa, sobrada de párrafos y explicaciones vacuas que nada aportan a la narración y entorpecen su lectura hasta extremos heroicos. Incluso se recomienda, para su conocimiento esencial, una versión juvenil publicada por la Editorial Fher, en 1967. No falta a la verdad y evita la jungla de palabras inútiles brotadas de la personalidad trastornada del autor, Herman Melville. Hay en Moby Dick infinidad de páginas sobrantes, de explicaciones añejas, estorbos que el lector avisado obvia, un laberinto de explicaciones que reclama de buena voluntad y sosiego para no abandonar el barco, para no abandonar su lectura. Es una narración cargada de materia inútil, de lastre estéril, como los restos de las ballenas que enseñorean las bordas, babor y estribor del Pequod, y que sólo sirven para llenar de hedor literario, al menos no de perfume, la narración aventurera. Y esas referencias bíblicas constantes que parecen emanar de la obsesión de un profeta. Fue un pozo profundo de dudas y prevenciones el que las religiones horadaron en la mente permeable de los colonizadores de Nueva Inglaterra, que se transmitieron durante generaciones amalgamadas en lecturas religiosas. El miedo irrefrenable que sembraron los predicadores en aquellas almas cándidas que cruzaron el Atlántico rumbo a lo desconocido emerge del inconsciente alterado de Ahab en sus viajes oceánicos. A esas sentencias del libro sagrado se aferra como a una oración, como a su salvavidas Ahab para justificarse su derrota. Curiosamente, es el ataúd de un salvaje, un idólatra adorador de cabezas reducidas —tal vez metáfora del cerebro mínimo humano capaz de pensar—, lo que salvará al protagonista, Ismael, del naufragio colectivo. Como si en una cabriola, en un coletazo de la ballena, esta hubiera decidido preservar la inocencia del legado del buen salvaje polinésico sobre la estulticia de las religiones de Occidente.

La novela Moby Dick pasó desapercibida en su publicación (1851) y Melville, considerado en su época como un mal escritor, fue olvidado absolutamente durante décadas hasta que los existencialistas se fijaron en él y recuperaron el relato. Gran parte del éxito posterior, del reconocimiento que la novela goza en la literatura norteamericana (necesitada de obras que le den esplendor a su escasa producción reducida a los dos siglos de su existencia como nación) se lo debe a Albert Camus, que en 1952 ensalzó la novela y le dedicó notables elogios que llegaron a Hollywood. Quizás sea más placentero ver la película de John Huston que leer el tortuoso libro. El genio de Huston realizó la película en 1956, protagonizada por Gregory Peck, en el papel del delirante capitán Aha. Y con la brillante aparición de Orson Welles (que interpretará al corrupto capitán Hank Quinlan dos años después en Sed de Mal) en un papel secundario, el sacerdote Mapple. El cura loco que desde el púlpito aterroriza a su parroquia de fieles con su sermón sobre Jonás y su viaje a Tarsis, al lejano Cádiz, la embocadura del Mediterráneo, el lugar antiguamente poblado de ballenas donde deberá redimirse de sus debilidades y buscar la verdad, una verdad oscurecida por la amenaza ominosa de los leviatanes bíblicos.

José María Valverde, erudito crítico literario y especialista en la obra de Melville, escribió en 1987 para Planeta una introducción a Moby Dick digna del genio de su autoría. Es más, casi resultan más interesantes las anotaciones de Valverde y sus análisis tan ortodoxos como freudianos que las paranoias de Ahab y su psicosis con la ballena, un animal pacífico ajeno a la brutalidad de los hombres. Si al lector aún le quedan ganas de adentrarse en las faunas de la ballena hágalo en la edición que Austral ha reimpreso en septiembre de 2019, con las notas originales de Valverde.

Que el monstruo y los idus de noviembre les sean propicios, lector aventurero.