Rafael Alonso Solís
Las resacas electorales suelen ser como la imagen invertida de los debates de taberna. De repente, el personal se transforma en una mezcla de editorialistas que cumplen con sutileza –o sin ella– la letra pequeña escrita en su nómina, e ideólogos de salón que han decidido difundir las esencias de su pensamiento mientras se toman un trago. Puede que del maridaje entre ambas cofradías haya surgido el politólogo, que presume con orgullo de ser una especie nueva –aunque arrastre cierto aire de súcubo laico–, que se vende muy bien a sí misma, que pone cara de saber algo más que el resto por haber redactado y, más tarde, defendido una tesis sobre la influencia del clima en el vuelo de las gaviotas sobre el nido del cuco, y que tiene una erección cada mañana al descubrir su perfil más redentor ante el espejo. En realidad, su novedad es relativa, pues en todo paseante se oculta un politólogo por afición, que suele compartir espacio con un seleccionador de fútbol. Durante las resacas electorales todos los participantes han ganado algo o a alguien, y con eso parece que se conforman y son felices, a la espera de esa flagelación post coito en que suele consistir el análisis de las causas y la previsión sobre las consecuencias de los resultados. La España postelectoral de estos días me recuerda a una época lejana, en el corazón del Bronx, durante una larga noche en la que nos reunimos con la banda de Morgan, con los chinos, los irlandeses, los católicos y los descendientes de Búfalo Bill, con objeto de disputar a la familia de don Marcelo el control del territorio. A última hora, aunque a regañadientes, también se nos unieron los mestizos, que eran el resultado de un maridaje entre comanches escapados de la reserva, algunos sobrinos de Calamity Jane y los últimos despojos del Mayflower. Durante horas discutimos sobre la forma de acabar con el Don, sin ponernos de acuerdo en el método, sin diseñar la puesta en escena del entierro, ni ser capaces de consensuar quién dirigiría la operación y quién dispararía la bala que debía llevar su nombre. Al final, cada uno se marchó por su lado, mascullando maldiciones contra el otro y acusándole de falta de compromiso. A la mañana siguiente, a muchos se nos adelantaron los efectos de la resaca y nos quedamos en la cama. Total, para qué. Otros, sin embargo, nos plantamos en el corazón de Five Points con los argumentos de gala, convencidos de que cualquiera de nosotros era suficiente para dar la vuelta a la tortilla y decidir cómo y cuándo repartir las ganancias. Cuando la neblina de madrugada se disolvió con suavidad, miles de guerreros procedentes de las bandas del centro nos contemplaban en silencio. En realidad, no parecían muchos, pero eran disciplinados. Mucho más que nosotros, que aún a esa hora pretendíamos discutir la pureza de sangre de cada cual. Tras ligeras escaramuzas, nos pasaron por la piedra sin remisión. Hasta la próxima.