Agustina de Champourcín (12 de febrero de 2024)

Tal día como hoy de hace cincuenta años, 1974, el entonces presidente del Gobierno de Franco, Carlos Arias Navarro, pronunciaba un discurso en las Cortes que dejó estupefactas a las familias franquistas que se disputaban el poder ante el deterioro evidente de las condiciones físicas, cognitivas y mentales del dictador. Desde la tribuna de un asombrado hemiciclo lleno de procuradores de uniformes y sotanas, Arias Navarro insinuaba unas tibias medidas aperturistas que permitieran una libertad de asociacionismo político y la participación efectiva de los ciudadanos en la administración de España. Aquellas palabras resultaron difíciles de digerir por los ministros militares del Gobierno y los ultras derivados de Falange que en la sombra mediaban para que el régimen no se moviera ni un ápice de su estructura monolítica dictatorial que llevaba implantada 38 años en el poder.

Arias Navarro se entrevista con su Excelencia en el Hospital Francisco Franco durante la hospitalización que tuvo este durante el verano de 1974.

Arias Navarro, recordado como “Carnicerito de Málaga” por sus procesamientos férreos sobre la población civil como fiscal jefe durante la Guerra Civil, había sido nombrado presidente del Gobierno el 31 de diciembre de 1973, tras el atentado contra Carrero. Sí, voló, voló, Carrero voló y el nombramiento de Arias, que había sido director general de Seguridad de 1957 a 1965, alcalde de Madrid y ministro de Gobernación en el momento del atentado, fue recibido con regocijo y risotadas por la señora de Meirás, ante el asombro que provocó en algunas familias del régimen que el encargado de la seguridad del presidente aéreo asesinado fuera nombrado su sucesor.

La presión del llamado “Búnker” al espíritu del 12 de febrero, fue inmediata. La pretendida reforma de la Ley Sindical, la redacción de un Estatuto de Asociacionismo Político y las directrices para permitir una prensa más libre quedaron en agua de borrajas pocas semanas después por la acción de la extrema derecha, el tardofranquismo dirigido por el falangista Girón de Velasco, el león de Fuengirola.

El nombramiento de Arias, 31 de diciembre de 1973, coincidió con la lectura de la sentencia del llamado Proceso 1001. Sí, aquel en el que Marcelino y sus muchachos de la Perkins y allegados: Sartorius, el cura García Salve, etc., etc., fueron condenados a decenas de años de cárcel por asociacionismo ilegal. Y tan sólo 20 días después del espíritu del 12 de febrero, el 2 de marzo de 1974, la apertura se desmoronaba y mostraba su verdadera faz ejecutando a garrote vil al anarquista Salvador Puig Antich y al extranjero Michael Welzel. Puig Antich fue acusado con dudosas pruebas de haber matado a un policía y Michael Welzel por haber matado en una refriega a un guardia civil. En juicios sumarísimos presididos por un tribunal militar, sin ninguna garantía procesal, los dos fueron condenados a la pena capital y compensaron con sus vidas la muerte de Carrero. 

Y al día siguiente, 3 de marzo, monseñor Añoveros, obispo de Bilbao, se despachaba a su gusto leyendo en los altares una epístola que reivindicaba el derecho del pueblo vasco a profundizar en su identidad nacionalista. Aquello desencadenó las furias del Gobierno, que intentó expulsar del país a tamaño prelado, preparando un avión para su rápida partida. El papa Pablo VI mostró su apoyo incondicional a su subordinado y el cardenal Tarancón —Tarancón al paredón— amenazó con excomulgar a su Excelencia. Castigo imposible de imaginar en el caletre virtuoso del timonel que a diario conversaba con el brazo incorrupto de la santa de Ávila reclamando sus consejos. El Gironazo no se hizo esperar y los ánimos aperturistas del presidente Arias se disolvieron con el estrépito de los ultras, el avance rápido de la tromboflebitis, el Parkinson y el bostezo permanente que sufrió el Caudillo en julio del 74. Para colmo, el 25 de abril estallaba en Portugal la “Revolución de los Claveles”. Y en noviembre la policía, sin la autorización de Arias y como una forma de enfrentarse al poder y marcar territorio en la lucha por apropiarse de los despojos del régimen, detiene un rato a Isidoro (alias Felipe González), Dionisio Ridruejo, Txiqui Benegas, etc.

Peor aún fue el 75 para la apertura de Arias. “El orejas”, así conocido por el vulgo, se vio sometido a la presión intransigente del Búnker —“En la fiesta de Blas (Blas Piñar, líder de Fuerza Nueva, el partido de la ultraderecha armada), en la fiesta de Blas todo el mundo salía con unas cuantas copas de más”—; a la Marcha Verde que el moro Hasan II promovió para apropiarse del Sahara, el último reducto colonial español; a la jefatura provisional, en septiembre, de Juan Carlos como presidente del Estado; a Olof Palme recaudando en la calle limosnas para la campaña contra los fusilamientos de septiembre; a la huida de diecisiete embajadores de países democráticos llamados por sus gobiernos, la condena del régimen sanguinario de Franco y la ruptura de relaciones.

Carlos Arias Navarro, hombre dubitativo e inseguro, «un canalla, pero además un zoquete» según afirmaba en enero de 2015 el académico Juan Luis Cebrián, permaneció en el cargo de presidente durante el primer gobierno del rey Juan Carlos y se convirtió en el mayor obstáculo para los planes democráticos del monarca. Su propósito era mantenerse hasta 1979 porque así había sido nombrado por un período de seis años por su Excelencia. No entendía que los tiempos estaban cambiando. “Están cambiando, qué bueno, por mucho que le llaméis no saldrá del agujero”, declamaba un tal Luis Pastor, cantautor emigrado en su niñez a Vallecas. “O liquidas a Arias o esto se acaba”, le suelta Juan de Borbón a su hijo. El 2 de julio de 1976 Arias presentó la dimisión al rey y fue sustituido por Adolfo Suárez. Eran tiempos de afán de libertad y el periodismo se convirtió en el motor del cambio al que los españoles se subían a diario para asistir en directo a las nuevas formas políticas. Comenzaba la Transición y nacieron con ella varios periódicos y revistas de información general que eran leídas con avidez por unos ciudadanos privados de libertad de expresión durante décadas.

“Qué error, qué inmenso error”, tituló en EL PAIS —el diario de máxima divulgación fundado dos meses antes—, el 6 de julio Ricardo de la Cierva, historiador digno de toda sospecha de no ser imparcial con la Historia, el nombramiento de Suárez como presidente del Gobierno. El aspirante para el cargo de todo aquel núcleo duro de exfranquistas sin complejos era José María de Areilza, ex divisionario azul, alcalde de Bilbao tras la Guerra Civil y monárquico. Pero Juan Carlos, el posterior Emérito, se decidió por otro exfalangista cuyo máximo mérito era haber sido director general de Radio Televisión Española: Adolfo Suárez. Sin embargo, Ricardo de la Cierva, nieto de Juan de la Cierva, antiguo ministro durante el reinado de Alfonso XIII que “pacificó” con los fusiles las revueltas producidas durante la Semana Negra en Barcelona en 1909, supo adaptarse al inmenso error y no le hizo ascos al cargo de ministro de Cultura que ostentó en la legislatura de 1980 por espacio de unos meses.

De Arias Navarro sólo se recordará aquella retransmisión televisiva del anuncio de la muerte del dictador, su “españoles, Franco ha muerto” y sus pucheros atormentados por el final del régimen.


Adolfo Suárez jura ante el rey Juan Carlos su cargo de presidente del Gobierno el 5 de julio de 1976. A la derecha, Torcuato Fernández Miranda, el muñidor en la sombra de su elección.


BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

Crónica sentimental de la Transición. Manuel Vázquez Montalbán. Planeta. 1985

FRANCO, caudillo de España. Paul Preston. Grijalbo. 1993

Diccionario de la Transición. Victoria Prego. Debolsillo. 2003

Un pueblo traicionado. Paul Preston. Debate. 2019

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