Agustina de Champourcín
Salutem plurimam
Hay libros que son una vida, que escribes lentamente con el paso de los días, de los meses, de los años, de la infancia, de la juventud, de la madurez, amasados con la soledad de los dolores y con las sonrisas compartidas que graba en la memoria el discurrir de la existencia. “EL GABINETE MÁGICO Libro de las bibliotecas imaginarias” vale por toda una vida. «Si no una, media» asegura Emilio Pascual, su hacedor, que ha trabajado en él durante más de treinta años. Tiempo de lecturas silenciosas y reflexiones escritas a lomos de miles de libros leídos por placer o por deber y circundados por el devenir diario de las obligaciones cotidianas. Ese laberinto de papel y fábula, de ensueño y Times New Roman, intertextualidad y mistificación, cuerpo doce justificado y cursivas por el que ha navegado el docto Aemilius, hidalgo castellano de las letras atrapado por la ninfa Calipso de los versos. «Una biblioteca es un gabinete mágico lleno de espíritus hechizados. Despiertan cuando abrimos el libro». (Borges)

«Qué sería de mí sin vosotros, tiranos… libros llenos de cosas deplorables y de cosas sublimes a los que odiar o por los que morir», reflexiona Luis Alberto de Cuenca en la entrada a este valle de la fantasía impostada. «Lujuria de libros» llamó Williams de Baskerville a la biblioteca de aquella abadía de los Apeninos. El saber, el afán de conocimiento, la búsqueda de la verdad, de la perfección llevó a sus moradores a la destrucción, al envenenamiento del alma, a la “ecpirosis” purificadora del fuego. Adso de Melk, siete siglos después, sigue preguntándose “por las nieves de antaño y quizá por qué la rosa es sin porqué”.
Y el lector se pregunta también por qué el primer libro que Carvalho incineró fue “España como problema”, de un tal Laín Entralgo, enigma irresoluble por la muerte del padre putativo. Nunca se sabrá. Fuego para los libros que nada le aportaron en su vida. Aunque quizás ambos, padre e hijo, se rían del mundo, felices ambos, semiocultos en un anaquel imaginario de alguna biblioteca olvidada mientras saborean unos Farcellets de col rellenos de langosta y lenguado con moras en Casa Leopoldo. «Las estanterías son el infierno paralítico de los libros». Para qué los libros, qué te dan, qué te quitan sino «ese vago sustrato cultural que a uno le queda después de haberse tragado dos o tres mil libros», decía el detective, o su padre.

Aquella biblioteca de don Alonso Quijano recordada por los libros que se salvan del fuego redentor. Todas tienen cabida en la faltriquera del mago Pascual. Como la biblioteca móvil y sumergida del capitán Nemo a bordo del Nautilus, 12.000 volúmenes para olvidarse, en el fondo del mar, de la estupidez humana que puebla la tierra: «había sufrido por culpa de los humanos e ideado un submarino para huir de la tierra y sus habitantes». O la de Valentinito Torquemada: «Niño inexplicable tiene el diablo en el cuerpo o es pedazo de divinidad, Newton resucitado… Cuando este chico sea hombre asombrará y trastornará al mundo». No sucedió tal para regocijo o tragedia de la humanidad. Se lo llevó, aún en la infancia, una meningitis. O la biblioteca del comisario Montalbano, más proclive a los placeres de la boca que a los de la lectura: «un cuscús con ocho variedades de pescado le arrancaba súbitos arrebatos de emoción… unos espaguetis con sepia en su tinta… o unos antipasti de mari que invitaban a sacrificarse en el ara de Neptuno». Cómo leer un libro si el placer se viste de gula. O la biblioteca de Tom Sawyer, hecha a partes iguales de misterio y paradoja. Y resuelta entre la Biblia y el Quijote. Don Miguel, amoroso y delicado con su hijo, recordaba que: «el que más ha mostrado desear [el libro] ha sido el gran emperador de la China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio, pidiéndome o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote» (II 0.59).

Y anímese el lector y olvídese de estas líneas ásperas y selváticas que no hacen sino confundir su ánimo y entretener en vacuidades su tiempo y váyase a leer las claras y venturosas páginas que el eximio autor de tan excelsa obra, don Aemilius Pascual, el Águila de Tejares, ha alumbrado en “EL GABINETE MÁGICO Libro de las bibliotecas imaginarias”, que mucho será su provecho si se interna en la fantasía de los libros, en su fabulación, en el conocimiento de los grandes autores de la literatura universal y con la llaneza con las que su obrador lo escribe (muchacho no te encumbres, que toda afectación es mala) y se exime de las redichas palabras de los críticos literarios que pretender parecer facultados y eruditos escritores cuando no son más que listeros de retórica vacía. Vale

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