Agustina de Champourcín

«Sí, sí, señor. En la fiesta de la santa son los maridos los que friegan. Nosotras nos damos unas alegrías y comemos juntas, que trabajen ellos un día, que sepan lo que consumen las tareas de la casa», dice María Jesús, vecina de Sacramenia, Segovia, mientras decora con flores la imagen de santa Águeda en la iglesia de san Martín, para sacarla de procesión el 5 de febrero. Treinta y seis sillas han dispuesto en largas mesas corridas en el Asador Garci para agasajar a las señoras en la fiesta. Santa Águeda fue una santa muy brava que se resistió al martirio de los infieles sufriendo la amputación de los pechos. Bueno, eso dicen con pudor sus seguidoras mirando sin mirar la imagen destetada de la santa, que los luce en bandeja de oro como un trofeo cinegético. Su fiesta está muy extendida por toda Castilla, parece una reivindicación femenina como aquellas protestas de los setenta en las que las hippies se liberaban del uso del sostén.

«Los Pichilines son de Peñafiel, de aquí eran Los Corrales», asegura a sus 86 años Claudio Lázaro, alcalde que fue de Sacramenia entre 1983 y 2003. Ahora don Claudio es el dueño de un taller de tractores enormes como elefantes. «Yo traje el alcantarillado, el polideportivo, el alumbrado y la restauración de la iglesia de santa Marina en 1991, que empezó presupuestada en ocho millones de pesetas y acabó en ochenta» afirma orgulloso un dicharachero don Claudio que no pierde la ocasión de pegar la hebra con un visitante y ensalzar sus éxitos. El descubrimiento de unas pinturas anteriores al siglo XV en el ábside de la ermita disparó el precio de las obras. Destaca, entre esos frescos, una notable anunciación, digna iconografía rural que emula la de Fra Angelico. Las enseña Verónica, una mujer joven y resuelta, historiadora, que gusta de mostrar su conocimiento al visitante.

Pintura mural en la iglesia de santa Marina, anterior al siglo XV.

Los Pichilines y los Corrales eran orquestinas: dulzaina, tamboril, bandurria, saxofón y cantante tenor, que amenizaban los bailes de los pueblos de la comarca. Bailes muy castos observados con escrutinio censor por las viejas del lugar, que entonces llevaban refajos, pañuelos y camisones, tal vez para prevenir el sacrificio de santa Águeda, apretones musicales en los que los forasteros proponían noviazgos a las mozas de Sacramenia. A veces, las jóvenes casaderas reclamaban el consejo del cura sobre la idoneidad conyugal de aquel mozo de otro pueblo ávido de acercamiento. «Mire usted, don Silvino, uno de Tejares me ha propuesto noviazgo, pero, sucede… es que… resulta que… ¡es cojo! —le confesó toda abrumada la Sebastiana al párroco en la ermita de san Martín—. Pero, ¿es acaso ciclista? —le preguntó el cura—. No. Pues, ¿entonces?». Sebastiana aceptó la propuesta del forastero.

El tiempo se ha detenido en la Castilla interior. Las calles de Sacramenia lucen aún la nomenclatura franquista: General Yagüe, PLAZA DEL GENERALÍSIMO FRANCO… Despoblación y abandono a pesar del empeño reproductivo de Sebastiana, que tuvo tres descendientes. Lento pero imparable declinar demográfico. 1950 fue el año de esplendor del pueblo, contaba entonces con 1500 habitantes, ahora apenas si son 358 de edad media avanzada. En la escuela agrupada, también conseguida por don Claudio, hay 28 alumnos y cinco profesoras.

Tuvo Sacramenia campañas con Almanzor (983) y un rico pasado histórico de conquistas musulmanas y reconquistas cristianas. Colinas, cereal y lana. La ermita de san Miguel, atalaya y mirador, fortaleza amurallada, panteón de tumbas antropomorfas, testigo mudo, se levanta como insignia del paso del tiempo, mil años contemplan al visitante.

Fachada del monasterio de Santa María la Real, de Sacramenia, lo que no se llevó Arthur Byne.

«Al norte, cerca de Sacramenia, se ven los restos del monasterio cisterciense fundado por Alfonso VII, y por lo tanto, uno de los primeros», recoge Dionisio Ridruejo en su guía “Castilla la Vieja, 5. Segovia”. Fue el refectorio, la sala capitular y el claustro del monasterio lo que el marchante Arthur Byne, un sinvergüenza sin escrúpulos, impostor como arquitecto sin serlo y agente de Williams Randolph Hearst, desmontó piedra a piedra y envió a Nueva York entre 1921 y 1930. Hearst, el “Citizen Kane” de Orson Welles, pagó 40.000 dólares de los de entonces al yanqui Byne por el expolio, permitido por la dictadura de Primo de Rivera. En los años veinte del siglo pasado no se apreciaba el valor histórico de los templos románicos, convertidos muchas veces en rediles donde se guardaban apretadas las ovejas churras, origen del nombre de la comarca: la Churrería. Vender aquellas ruinas era un buen negocio, pensaban los propietarios de entonces. Las piedras del monasterio de Sacramenia permanecieron tras su llegada abandonadas durante casi treinta años en una lonja del puerto de Nueva York por problemas aduaneros sin que nadie se interesara por ellas. Hearst murió en 1951 y nadie las reclamó. Byne no se aplicaba, o sólo en parte, ese proverbio que por aquellas fechas se oía entre los mayores de la Churrería: «Quitar no quitis, pero lo que sus den cogilo».

Restos de la ermita de San Miguel, en Sacramenia, lo que queda de ella. Arthur Byne llegó tarde y no pilló cacho.

Fotos de Terry Mangino


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