Gabriel de Araceli

Muchos años después, frente al pelotón de la memoria, el teatral Alfonso Guerra había de recordar aquella tarde remota en la que Isidoro lo llevó a conocer la gloria: “En Suresnes [octubre de 1974], Felipe parecía el niño Jesús dirigiéndose a los doctores del templo”, rememoraba. Aquellos doctores que penaron el exilio perpetuo alejados de la realidad de su España republicana, que ahora se veían relevados por unos jóvenes del interior y que dudaban de que aquellos imberbes letrados laboralistas representaran los ideales sociales y las esperanzas de un futuro mejor por los que habían luchado a lo largo de treinta y cinco años de ausencia. Fue el comienzo de una gran rivalidad entre dos líderes nacidos de la causa común del socialismo: Felipe González y Nicolás Redondo. Político uno, presidente del Gobierno; y sindicalista el otro, secretario general de la UGT, que forjados en la clandestinidad y en la transición emprendían un enfrentamiento, con acritú, a las puertas de los tiempos en los que España era una fiesta.

José María Cuevas, presidente de la patronal CEOE, Nicolás Redondo y Antonio Gutiérrez, CCOO, en la cumbre que las tres organizaciones celebraron en Madrid, el 23 de septiembre de 1992.

Porque España era una fiesta en 1992. Aunque ya habían sufrido los hermanos en el sosialismo sus malentendidos: aquella huelga general de 1988, la desconexión de la TVE, la única existente entonces, a las cero horas en punto de la noche del 14 D; aunque las huelgas generales se reprodujeran el mismo 1992 y en 1994. En el fondo eran compañeros de partido, eran sosialihtas antes que marxihtas. Y abogaban por un país mejor, con mayor renta per capita, con mejor distribución de la riqueza, con libertad de información, con mejores condiciones laborales y derechos sociales, plena democracia, estado del bienestar después del pelotazo que supuso la incorporación de España al Mercado Común en 1986, Manuel Marín descabezando un sueñecito en su despacho de negociador en Bruselas. Teníamos un tren de alta velocidad que era la envidia del mundo, una Expo en Sevilla que era una maravilla. Y Fermín Cacho devoraba a sus rivales con la saña de un Zeus olímpico en la recta del mil quinientos. ¡Qué alegría ver al Rey (entonces no era aún emérito) brincar de emoción en el remozado Montjuic! ¡Cómo reían las infantas soñando, tal vez, con algún balonmanista en Vallvidrera! ¡Qué guapo que era nuestro juvenil principito! ¡Qué lealtad convergente la de Jordi!, no tan lejos, aún, de Andorra. Éramos felices, creíamos en el milagro español. ¡Amigos para siempre!

Y entonces, en mitad del éxito, llegó Solchaga y su política de ajustes liberales y restricciones económicas. Se pasó del esplendor manirroto a racionar las sobras y a los comedores de derechos sociales. Se impuso una política económica de contención de gastos y a repercutir los excesos de todos entre la masa única trabajadora. Y aquello, Nicolás, el martillo del Nervión, no lo digirió sin bicarbonato. Redondo había crecido en la reivindicación obrera de la metalurgia bilbaína, se afilió al PSOE en 1945 y se forjó como sindicalista en la clandestinidad (detenido en varias ocasiones) del franquismo, opuesto a la reconversión industrial del primer gobierno socialista —28 O de 1982— y a la entrada de España en la Alianza Atlántica (¡qué ingenuo parece ahora aquel lema de “OTAN, de entrada: NO”! 1986). Su carácter indómito chocaba con la liberalidad del ministro de Economía y Hacienda, don Carlos, del mismo Tafalla. Y a él se enfrentó durante todo el período que coincidieron ambos en sus cargos, de 1985 a 1993. Ese enfrentamiento se extendió a Isidoro, su delfín propuesto como recambio muchos años antes, en Suresnes. Además, le estalló en las manos la mala gestión de la cooperativa de viviendas PSV. Una iniciativa de promoción de viviendas sociales (basada en la experiencia de los sindicatos alemanes), cuyo interés oculto trataba de ampliar las finanzas del sindicato y su poder enfrentándose al poder político de la secretaría general del PSOE a través de la masa social de cooperativistas. La UGT pagó caro aquel desliz y Nicolás Redondo presentó su dimisión como líder del sindicato (en 1987 había dimitido ya como diputado) en 1993. Cándido Méndez tomó las riendas de una UGT a la deriva.

El álbum de fotos de Nicolás Redondo está lleno de protagonistas que forman parte de la historia de este país. Felipe González, Francisco Fernández Ordóñez, Marcelino Camacho, Santiago Carrillo, Tierno Galván, Javier Solana, Enrique Múgica, Gregorio Peces-Barba, Leopoldo Calvo Sotelo, Rodríguez Sahagún, Manuel Fraga, Ferret Salat, Julio Anguita o Nicolás Sartorius son algunos de los cromos que ilustran las páginas del ajetreado tiempo que le tocó vivir. Recias personalidades que contrastan con la mediocridad parvularia de los dirigentes políticos actuales. Y tiempos de reivindicación social, de agitación popular, de reclamación de derechos y libertades, de contestación contra el sistema y los valores que el antiguo régimen dictatorial español y el nuevo monetarismo de la Escuela de Chicago (Milton Friedman) auspiciado por el neoconservadurismo del tándem Reagan-Thatcher propugnaba como solución económica a comienzo de los 90.

Tiempos de protesta que contrastan con la dejación reivindicativa social en la que nos encontramos. El soma de la tecnología, de la telefonía móvil, de las redes sociales, de la telebasura, de la irrupción del bronca-fascismo en la política nacional, o de la liquidación constante en los planes de estudios de cualquier asignatura que suponga el esfuerzo de pensar, la revisión del pensamiento o la crítica filosófica o la catarsis permanente de la conducta humana ha conseguido una sociedad dócil, amorfa, ignorante, cautiva del parné, que renuncia al escrutinio y a la protesta, conservadora de su vulgaridad, que basa sus derechos y su triunfo social en conseguir un móvil de 1000€ y su libertad en pimplarse unas birras en una terraza callejera de Chamberí, aún a costa del covid19. ¡Felicidad, qué bonito nombre tienes!

 Así que, Nicolás Redondo, el vaso de nuestra juventud de chacolís que vivimos escuchando tus proclamas sin entenderlas muy bien, levantamos a tu recuerdo y a tu salud, rey del país del sueño y la quimera, por aquel invierno que hiciste primavera.


Fotos de Terry Mangino


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