Gabriel de Araceli. Fotos de Terry Mangino

      —NUNCA ENTENDÍ como podía ser feliz en su matrimonio si su marido era el mismo demonio, por más que le enviara ramitos de violetas o le escribiera versos por primavera.

     —Algo tendría, ¿no? Que una tía aguante a un tío tanto tiempo… imposible. Son cosas de los poetas. Escriben versos para hacer felices a las personas. Son como los ángeles, facilitan la existencia.

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Kiko, un angelito angelical

     —De niño yo estaba enamorado de ella, una morenaza hecha y derecha. Buscaré tu cuerpo en otro cuerpo extraño. Pero yo ni sabía lo que era una mujer. Cómo sería su cuerpo, cómo sería encontrarse con ella, ¿rechazaría mis caricias, mis besos inexpertos, correspondería a mis súplicas?  Esas ensoñaciones me recorrían mi alma adolescente, su pelo negro y sus dientes blancos. Fue un palo cuando me enteré de que se había estrellado en una carretera secundaria. Vivió veintisiete años. Mi ángel, allí doblado sobre el salpicadero.

      —Me crucé con un ángel, o un demonio, en Damasco. Marién. La tía que más caña me ha dado.

     Rellené los vasos de aguardiente. Su mujer se había largado con otro. No aguantaba sus largas ausencias, a veces hasta seis meses. Empezó en los Balcanes muy joven, siguió con Sadam y ahora en Siria. Un tío con suerte, nunca había sufrido ni un rasguño. Bueno, lo de su mujer, prefirió a uno con un oficio menos peligroso. El director de la sucursal bancaria donde tenían la cuenta. Cambió el régimen de gananciales cuando él estaba en Alepo. El aguardiente te quemaba el esófago.

Un Ángel, casi un arcángel

      —Stabat mater dolorosa, juxta crucem lacrymosa, dum pendebat filius. Pergolesi en el coro del colegio. La excusa perfecta para acercarse a las chicas, en aquellas épocas los chicos y las chicas estábamos separados. Meros figurantes, el Stabat Mater es para voces femeninas. Pero allí la tenía delante, nunca le dirigí la palabra. Era mi ángel. Pergolesi fue un ángel efímero llevaba el mal en los pulmones, murió con apenas 26 años.

     —Franz Schubert fue el ángel caído. Amigo de las juergas, libertino, siempre de flor en flor libando los amores cortesanos. Sífilis, nada más y nada menos. La palmó con treintaiún años. Entonces era una enfermedad vergonzosa. La muerte y la doncella. Siempre que la escucho me impresiona.

Un ángel de la guarda

—¿Más que Marién?

—No, la Marién me ponía más. Era un ángel negro, un ángel malo.

—Yo vi el otro día un ángel blanco, en la manifa de las tías, en Gran Vía.

    —¡No jodas! ¿Tú solo? Estaba llena de ángeles. Aunque algunas parecían demonios. Mucho peligro.

     —No, este era un ángel bueno. En Callao. Nos miramos un momento. Hazme una foto y te daré un beso, me dijo.

    —¡Con el coronavirus!

    —Se la hice. Dónde te la mando. Y me dio un teléfono. Se la envié. A las diez me espera en Callao, donde la foto. Tengo que dejarte —nos cepillamos los orujazos de un trago.

    —Ten cuidado. A veces los ángeles se convierten en demonios. Mira mi mujer.

   —¡Hasta la victoria siempre! —le dije y me fui. Quién sabe, llevaba en la mano un ramito de violetas. Por si lo de los ángeles era verdad.