Gabriel de Araceli. Fotos de Terry Mangino
—Qué, ¿te ha gustado el polvete?
—Mucho, mucho —dijo Lucrecia con resignación mirando a la araña de cristal de Bohemia del techo, que le proyectaba irisaciones sobre el rostro. Remigio se desplomó sobre las sábanas de seda. Era mucho vaivén para su edad, por más que se hubiera tomado dos pastillitas azules, ¡una barbaridad!, propenso como era él a los infartos. Por las ventanas del Palace se veía la muchedumbre que aguardaba en la acera de la calle Medinaceli, allá abajo. Parecían hormiguitas disciplinadas, inmóviles durante horas y horas de espera para besar un madero de una imagen cadavérica.

Viernes, 1 de marzo de 2019, C/ Jesús, cola para acceder a la Basílica del Cristo de Medinaceli, Madrid
Remigio Roto se puso su ropa interior. De los calzoncillos se le cayó un blackcard.
—Siempre llevo una por si acaso, nunca se sabe qué puede pasar —levantó el teléfono. «Restaurante La Rontonda, dígame» escuchó al otro lado del audífono—. Sí, quiero que me suban a la suite royal una suprema de ave con arroz jazmín al vapor y un solomillo de cebón con foie-gras, a la plancha. De postre sopa de fresas al perfume de vainilla y helado de nata. El vino, un rioja, Ramón Bilbao, gran reserva del 2009. Gracias —y colgó el teléfono.
—No todo va a ser follar, habrá que comer un poco, ¿no? —le soltó a Lucrecia, que observaba a las hormiguitas de allá abajo con curiosidad de entomólogo.

Esperando a Cristo
«Horas y horas esperando en una cola, a la intemperie, de pie, comiendo bocatas de calamares de plástico y meando en los retretes atascados de los bares para qué, para besar un madero rechupeteado por una multitud» reflexionaba mientras se cubría el pecho con los brazos cruzados. Lucrecia estaba aún de buen ver. Tanto gimnasio, tanto pilates, tanta haute couture tenían su recompensa: unas piernas elásticas, una piel sedosa, un culo redondo, un busto abundante y firme y un vientre plano. «La verdad es que no sé que hago con un capullo como tú, Remigio, un pichafloja. ¡Con lo buena que estoy!» pensó mientras se miraba al espejo.
—Los viernes de marzo es aquí, pero en navidades la cola estaba en doña Manolita y dentro de unas semanas empezarán con las procesiones y después los rocíos, y si no, con el fútbol. La gente está muy jodida, tiene necesidad de creer en algo, de buscar soluciones a sus problemas, de olvidarse de la puta realidad en la que sobreviven, de evadirse de sus tristes vidas. Así que no entiendo por qué el juez quiere emplumarnos por ayudarles a que sean felices, por ilusionarlos con un futuro mejor.
—Joder, Remigio, que lo de las preferentes fue muy fuerte, que estafasteis a un montón de jubilados, ¡coño! Que la salida a bolsa de Boomkia fue otra estafa, que el rescate nos ha costado cincuenta y seis mil millones, que
—Lucrecia, cariño, no exageres, gracias a eso estamos ahora tú y yo aquí. Eso lo aprendí en el efeemei, el individuo, el pobre, el olvidado quiere salir a toda costa de su triste destino, de su anonimato e invierte en lo que sea, se gasta la poca pasta que tiene en buscar indulgencias, en libros de autoayuda, en pitonisas, en telepredicadores, en horóscopos, en adivinos que les leen su futuro, en curanderos del alma, en chamanes, en charlatanes, en curas, en estampitas y en obras de caridad. Se cree que la providencia le va a premiar en otro mundo con el gordo de la felicidad eterna, como si así fuera a solucionar la mierda de existencia que lleva. Es así, siempre ha sido así.
Lucrecia le miraba con cara de póker mientras se abrochaba el bustier Christian Lacroix de seda y pedrerías negras y blancas. Afortunadamente lo rellenaba todo con sus carnes de marquesa. Remigio continuó su discurso.

Cola en la C/Duque de Medinaceli.
—Así, que nosotros, en el fondo, hicimos una labor social, contribuimos a la felicidad de todos aquellos que nos cedieron sus dineros de toda una vida. Mucho mejor quedárnoslo nosotros que esos brujos que venden humo de incienso. Les dimos un gramito de esperanza, una ilusión, un rayo de sol en la ardiente oscuridad de sus vidas. Después, la cosa no salió como habíamos previsto, pero claro, no somos divinos, sólo éramos un banco.
Llamaron a la puerta. Remigio acudió a abrir envuelto en su batín Ermenegildo Zegna. Unos manolos flexibles hacían juego.
«Déjelo ahí, le indicó al camarero que empujaba el carrito con los manjares. Le dio un billete de 20€. Muchas gracias señor». Y el camarero hizo una genuflexión inferior a los noventa grados desde la vertical de su altura.
—Lo que no comprendo es que, ahora, el juez les dé la razón y tengamos, bueno, yo no, los que están ahí ahora, que tengan que devolverles la pasta. Ninguno de esos chamanes ni ninguno de esos telepredicadores ha devuelto jamás nada, ni un euro de las limosnas y de las ofrendas que han recibido. Si ninguno de ellos está en la cárcel, no comprendo por qué, a nosotros, nos envían a chirona ¡Excelente la suprema de ave! En ningún sitio la sirven como aquí. Prueba el Ramón Bilbao —y le llenó otra vez a Lucrecia la copa de rioja.
—Como mucho piden perdón a dios y ya está. Perdonados. ¡Y fíjate la sede social que tienen en Roma! Eso sí que es una oficina, y no lo nuestro, en la Plaza de Celenque. ¿Qué te parece el cebón?
Lucrecia convino con Remigio que el solomillo au foie-gras estaba exquisito. Repitió de Ramón Bilbao.
—Hay un montón de imbéciles dispuestos a dejarse la piel argumentando barbaridades a la razón que la humanidad ha aceptado como buena. Ahí tienes a los terraplanistas, unos locos que se empecinan en afirmar que la tierra es un disco plano. ¡Y no hay forma de bajarles del burro! Y por otro lado tenemos a los antivacunas, capaces de dejar morir a sus hijos porque alguien les ha dicho que las vacunas son malas. Ya ha pasado, ha habido niños muertos por difteria, una enfermedad desconocida desde hace décadas. O los que niegan que el hombre llegara a la Luna. O los que afirman con rotundidad que las estelas que dejan los aviones en la estratosfera son, en realidad, un sabotaje para evitar que la lluvia llegue a Murcia, pongo por ejemplo. Que hay una entidad superior a los estados que quiere llevar la miseria al mundo a base de dibujar nubes de mercurio en el cielo.
Lucrecia saboreaba la sopa de fresas al perfume de vainilla. «Un poco de Ramón Bilbao, por favor». Remigio le llenó la copa por tercera vez.
—Todos los días nacen imbéciles en el mundo. Es cuestión de dar con el nuestro, de aprovecharnos de sus recursos antes de que otros lo hagan. Así que no comprendo ese afán de los jueces en condenar nuestros actos, de apropiarnos de un dinero que si no, se lo apropiaría cualquiera de esos chamanes o predicadores. Es una cuestión darwiniana, si un nicho queda libre en el ecosistema social enseguida lo ocupará el más fuerte de la especie. Evolución pura y dura. O nosotros, o ellos —Remigio se acabó la botella de rioja.
La muchedumbre de la Calle Medinaceli apenas si se movía del sitio. Había de todo: afectados de espina bífida, víctimas de malos tratos, antiguas víctimas del aceite de colza, la cofradía del santo cristo de Calcuta venida desde un pueblo de Toledo, la asociación de discapacitados del agente naranja, los vendedores de cupones, los vendedores de loterías esotéricas, de estampitas milagreras. Algunas señoras pensaban comer en el restaurante Ginger después de besar el madero, estaban en su viernes sin maridos. Algunos caballeros pensaban después tomarse unos vinos por Lavapiés, estaban en su viernes sin mujeres. Remigio levantó el auricular del teléfono: «Suban otra botella de Ramón Bilbao a la suite royal. Gracias» y colgó el auricular.
—Así que como no vamos a poder solucionar los problemas del mundo y para poner un broche de oro a este maravillo viernes te propongo un fin de fiesta. Qué, ¿te apetece otro polvete?
Lucrecia miró a Remigio sorprendida. «Claro, es el efecto de la doble ración de pastillitas azules que se había tomado».
—Me parece muy bien, Remigio, un día es un día —y empezó a desabrocharse el bustier Christian Lacroix, sus tetas de marquesa resplandecían bajo las irisaciones del cristal de Bohemia de la lámpara del techo.
—Bueno, tampoco hay que exagerar, lo decía de broma, jeje —se reía Remigio con aquella sonrisa aprendida entre Washington y Alcalá-Meco.