Rafael Alonso Solís

     Una parte de la falacia vivida es que España, desaparecido de forma natural el dictador,  pudo elegir su forma de gobierno y la figura de quien estuviese situado en el nivel más alto y representativo. Si en 1936 fue un militar ambicioso y traidor –“el sapo iscariote y ladrón”, como lo llamara León Felipe– quien decidió romper la baraja e iniciar la tragedia inútil de una guerra civil, al final de sus días fue ese mismo militar quien reinstauró, no ya el régimen monárquico, sino el suyo propio, el que había diseñado para el desarrollo de sus planes, el que había nacido de la rebelión uniformada, encargando a su heredero castrense y político el cuidado de la herencia. En el cumplimiento respetuoso de ese encargo, la monarquía ha garantizado la continuidad de los vencedores y su transmisión al futuro a través de la endogamia implícita en el entramado genético de la corona. Y esa continuidad, por lo visto, ya contenía las moléculas básicas de la corrupción, el diseño del programa que permite a la cabeza del Estado hacer fortuna y ejercer como un comisionado real. Tan acostumbrados estábamos los súbditos a vivir bajo la figura de un patriarca castrense, cargado de medallas y méritos que se adjudicaba a sí mismo, que no hizo falta mucho esfuerzo para aceptar con cierta placidez la sustitución de uno por otro. En cierto modo, todo quedaba en familia. Por otra parte, tampoco nos preguntaron, no fuera a ser que nos atreviéramos a manifestar nuestras preferencias. Uno ya ha escrito en estas páginas que la figura del rey al que hemos dado en llamar emérito se ha mostrado como una imagen pendular de nuestra propia incoherencia, como una diana para recibir chistes de bajo nivel, como un icono con el que adornar los despachos oficiales. Y nada más. Lamentablemente, incluso reputadas intelectuales, como Victoria Camps, han caído en la trampa de considerar en una entrevista de no hace mucho a Juan Carlos de Borbón como un mal menor, como “una apuesta eficaz”, subrayando su “actuación decidida” al mantenerse fiel a la Constitución durante el golpe de Estado del 23-F. Sin embargo, y más allá de la narración oficial, ¿fue realmente así? La sospecha de la implicación borbónica en la asonada está suficientemente extendida y estaría tan justificada, a la vista de la historia previa y los acontecimiento posteriores, que es lógico pensar –sin que los hechos reales puedan ser conocidos, mas allá de la conjetura o de la consulta de la información que reposa en las cloacas– en una historia bastante más compleja que el relato impuesto. Con buena parte de la familia borbónica nadando en el fango, como lo hicieron sus antecesores durante siglos, tal vez ha llegado el momento en que los súbditos estemos a la altura de la historia para invitarles a buscar trabajo. Nunca lo han hecho, pero tienen buena formación y podrían buscarse la vida sin esfuerzo. La monarquía está sentada en la antesala, a la espera de juicio y de destino.

cambio_guardiaFotos: Terry Mangino