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Rafael Alonso Solís
Sostiene Ferlosio que ya no le ilusiona nada. Únicamente lee los titulares de los periódicos, en parte por la falta de vista y en parte porque la descripción de la actualidad le interesa solo lo justo. En cuanto al cine y a la literatura, confiesa que se quedó, respectivamente, en Tiempos Modernos y en Kafka. A Ferlosio es difícil imaginarlo con la barba afeitada y la bragueta abrochada, ya que las cuchillas arañan y los botones son esquivos. Es como si sufriese un extraño síndrome que le lleva a repudiar su ayer inmediato y a considerar las líneas escritas hace un rato como una manifestación de la ingenuidad perdida. Cuando tenía venticuatro años se inventó a Alfanhuí, un niño que se hizo amigo de un gallo y alcanzó el oficio de disecador a través de las enseñanzas de un maestro de Guadalajara. Entre otras industrias aprendidas, Alfanhuí comenzó a escribir con tinta de color sepia que obtenía como subproducto de la destilación de sus hermanos los lagartos, para acabar haciéndolo con una tinta negra y brillante, como resultado de sublimar al gallo en la fragua y purificar sus cenizas por decantación, hasta generar cuatro colores tan irrepetibles como el alfabeto que usaba. Aunque el premio Cervantes no se lo dieron hasta 2004, Alfanhuí tiene un claro parentesco con don Alonso Quijano. Cuando no viaja pasa el tiempo entre el jardín de la luna, en el casi todas las cosas son de plata, y el del sol, en el que hay un pozo muy hondo por el que se alcanza otro mundo, donde vive una araña ciega que convierte los efluvios de la tierra en luces fosforescentes. No es fácil discernir quién antecedió al otro; si fue don Alonso el precursor de Alfanhuí, o fue el segundo quien inspiró al primero, que se dio a la lectura compulsiva y se echó a los caminos no sólo con la intención de deshacer entuertos, sino por el afán de toparse con los mismos prodigios que los descritos por Ferlosio. Curiosamente, mientras que Quijano pasa de la aldea al campo manchego, Alfanhuí sigue en parte el camino opuesto, pues se establece una temporada en Madrid, para acabar en un territorio nuevo con “terraplenes de tierra clara” y un río que forma “islas y arenales” y tiene un agua “de color de oros verdes”. Dice Ferlosio que aquella tierra “estaba lejos de todas partes”, y eso hace pensar en que se trate de un paisaje similar –o tal vez el mismo– al que, según Rafael Yanes, llega Romualdo en La tierra que vive desnuda, y en el que se intuyen, a lo lejos, las luces y los sonidos de Macondo o de Comala. Cinco años más tarde de publicar Alfanhuí, Ferlosio ganó el premio Nadal con El Jarama, lo que le hizo repudiar las novelas, comenzando por las suyas, y le llevó a escribir millones de folios a base de anfetaminas. Desde el escepticismo, sostiene que hoy día es muy difícil diferenciar a Caín de Abel.
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