Rafael Alonso Solís
Utilizar de forma fraudulenta los fondos públicos no solo es un delito insolidario, sino uno de los más habituales. Estando de moda los fantasmas identitarios, en los que se alaban o denigran las virtudes y defectos de las naciones, uno tiene la sospecha de que ésta es una característica particularmente española. Al fin y al cabo, ya lo sintió con dolor Max Estrella, a lo largo de su trágico recorrido desde el Petril de los Consejos hasta hundirse en su noche más oscura. Una de las enseñanzas no imitadas del deporte profesional es que si se quiere ganar se intente contratar a los mejores en cada puesto, pues lo contrario resultaría una estupidez y no sería tolerado por la afición. Ahí caben poco el nacionalismo, la bandera, la patria y el fervor localista. Sin embargo, la valoración cualitativa pierde toda su importancia si de lo que se trata es de llevar a cabo la selección de personal en la administración. Durante las últimas semanas, los periódicos de Tenerife han aireado la existencia de turbios procedimientos de contratación en los hospitales públicos. En este sentido, si hay un paisaje paradigmático es el de la enseñanza superior, es decir, el de la Universidad y la inseparable actividad investigadora que en ella se debe desarrollar. Es dudoso que exista alguna Universidad española que no mantenga un discurso oficial en el que se resalten los procedimientos de selección de personal como la gran oportunidad para la renovación de su plantilla envejecida. Tampoco que no se queje de la escasa autonomía de gestión, casi siempre considerada insuficiente y limitante de la ejecución de sus mejores ideas estratégicas. Hace solo unos días, durante la conmemoración del centenario de Antonio González y González –un canario del que se dice que estuvo nominado al Nobel de Química en varias ocasiones–, no hubo un solo interviniente que no subrayase el papel de González como impulsor de nuevas líneas de investigación, promotor de los viajes iniciáticos, y defensor de la internacionalización a través de sus mejores discípulos. Fue Santiago Ramón y Cajal quien, hace ciento veinte años, mencionaba la autonomía de las universidades como algo positivo, pero en modo alguno el instrumento mágico que permitiría a España salir de su atraso científico. Su nota a pié de página en Los Tónicos de la Voluntad sigue teniendo absoluta actualidad: “El problema central de nuestra Universidad no es la independencia, sino la transformación radical y definitiva de la aptitud y del ideario de la comunidad docente”. Ha sido, precisamente, en el ejercicio de su autonomía que las Universidades españolas han diseñado normas prolijas en todos sus niveles de decisión, y han establecido baremos supuestamente objetivos para llevar a cabo sus procesos de contratación de personal, de los que alardean sin pudor con la seguridad de que nadie se atreverá a poner en duda sus miserias. Y es que, como avisara Larra, “…Viva aquí el abogado que en su oficio/hace blanco lo negro, y que defiende/ la virtud ofendida como el vicio…”