El siglo de Dylan

Rafael Alonso Solís

Nadie como el poeta de Minnesota para poner música a las escenas crepusculares del siglo pasado, difuminadas como una sucesión de daguerrotipos, con actores de reparto interpretando magistralmente a Mao y a Bogart, a Lenin y a Manolete, a Franco y a la Bella Otero, mientras un médico argentino clavaba al Che Guevara en un par de miradas inquietantes, reproducidas mil veces en habitaciones adolescentes junto al olor a sexo maniatado y con la erótica de la utopía iluminando el momento de la desfloración. Cualquier reflexión sobre los iconos del mayo francés o la revolución de los claveles lo es también sobre nosotros mismos. Por eso debe hacerse con pudor y ternura, comprendiendo nuestra propia metáfora y aceptando la inevitable asimetría que se produce entre la realidad y la historia, entre los tonos cálidos del cine y la tristeza agrisada que tenían entonces los documentales. En cada época hay una juventud que tiene el privilegio de disfrutar una circunstancia apasionante, de vivir cada instante con el descubrimiento del interior, mientras la aventura y el placer se mezclan con la serenidad que sólo dan los años de ensayo. En cada época el mundo parece a punto de ser cambiado merced a una decisión personal e intransferible, como el desarrollo de un drama que se escribe a sí mismo día a día gracias a la vitalidad insobornable de los actores. Por eso el pasado no es sólo una colección de datos históricos, ni un collar de perlas sociológicas para embellecer los manuales. Las ideas, las formas, los colores, las voluntades, la poesía y la puesta en escena se cruzan entre el antes y el después con una carga de relativismo que depende de la posición del centro y el lugar del observador. Es el momento de actualizar una mirada nostálgica al tiempo escapado, con lo que tuvo y tiene de visión integradora, e iniciar el balance de su contenido. Han muerto o han envejecido los rasgadores de guitarras que pusieron música al principio y al final del guateque. Las viejas bandas sufren demencia senil, regentan  un burdel para intelectuales de izquierda, o atienden una librería de viejo abarrotada con manuscritos de Burroughs y de Marcuse. La droga de moda es incapaz de abrir las puertas de la percepción, pero combate las disfunciones sexuales. En la pared de la habitación se proyectan las imágenes de un fin de siglo inolvidable. Al fondo, suena Dylan.dylan_ali

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