Gabriel de Araceli

Para María (el agente JDR63)

Entre el 7 y el 10 de noviembre de 1610 se celebró en Logroño un auto de fe que llevó a la hoguera a cincuenta y tres personas, a cinco estatuas y a cinco esqueletos. Aquello concitó la presencia de más de treinta mil almas, que hasta de las Galias francesas llegaron miles, deseosas de oler la chamusquina de las carnes y de saber (esto era secundario) qué había pasado en la cueva de Zugarramurdi, en Navarra, donde los tratos con el maligno eran tan habituales entre la población (en todo el territorio vasco-navarro) como ahora lo es entregarse a la maledicencia de las redes sociales. No había otra diversión.

Auto de fe presidido por santo Domingo de Guzmán. Pedro de Berruguete, sobre 1499, anterior a los hechos que se narran. Museo del Prado.

Repasemos el momento histórico. Reinaba en la corte más grande del universo conocido Felipe III. Aunque el que llevaba el bastón de mando era su valido el duque de Lerma, don Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, un… cómo decirlo: especulador, emprendedor, traficante de influencias, corrupto, sinvergüenza, embaucador, prevaricador, genocida y ladrón, que tenía al monarca agarrado por los… desde hacía tiempo inmemorial (Felipe II, el papá de FIII, había apartado de la influencia del de Lerma a su retoño, conocido por su estulticia y amor a la oración; pero cuando FII falleció, en 1598, don Francisco Gómez de Sandoval volvió a la jefatura del cargo y proyecto su rapiña sobre el tullido FIII).

El duque de Lerma es el hacedor, entre otros notables éxitos políticos, de la expulsión de los moriscos, entre 1609 y 1613, que dejó al campo de la nación exhausto, sin hortelanos que lo trabajaran, y sin comestibles ni para la corona ni para sus gentes. Pero que llenó sus bolsillos ducales de riquezas ilimitadas apropiándose de los territorios que los moriscos abandonaron por real orden. Aquellos apátridas terminaron masacrados en Argel por los piratas berberiscos, que querían apropiarse de las fabulosas riquezas que, imaginaban, portaban consigo los desterrados. No había tales réditos, sólo sangre, sudor y lágrimas lo que llevó consigo la población morisca al exilio. Sin embargo, el duque de Lerma sí consiguió una considerable fortuna apropiándose y comerciando con los campos de labor de los huidos. Y, sobre todo, trasladando la corte de Madrid a Valladolid en 1603, y devolviéndola a Madrid en 1609. ¡Un pelotazo!

El duque de Lerma pintado por Rubens, 1603. Museo del Prado.

Claro, que a cada cerdo le llega su san Martín. La reina doña Margarita de Austria, prima y esposa de FIII, y sobre todo más inteligente que el devoto monarca, sospechaba de las irregularidades empresariales del duque de Lerma, por lo que ayudada del intrigante confesor real fray Luis de Aliaga, nombrado para el cargo por el de Lerma (y en 1619 inquisidor real) consiguió que traicionara la confianza de este y le denunciara por corrupción y estafa continuada en los caudales públicos (la reina murió en 1611, con ¡26 años!). Es notorio y determinante considerar que, también, las riquezas que llegaban de las Américas menguaron considerablemente en 1604. No había pan para tanto chorizo. Así que en 1610 la reina y fray Luis de Aliaga elevaron una denuncia sobre el de Lerma que acabó con Rodrigo Calderón, el valido del valido y cooperador necesario en el fraude, ejecutado en la horca (en 1621), y con el de Lerma imputado. Y don Francisco Gómez de Sandoval abrazó, más si cabe, la fe del evangelio y consiguió que Roma le nombrara cardenal, con lo que, aquella púrpura le evitó el escarmiento público que le hubiera llevado al cadalso en la Plaza Mayor de Madrid. El populacho recitaba, estafado, aquella coplilla que ha llegado hasta nosotros, como cualquier otro meme o emoticón de esos que ahora bombardean las pantallas de los móviles: “Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se viste de colorado”.

Leandro Fernández de Moratín, pintado por Goya en 1799. Museo de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

El caso es que, hace hoy 411 años, en Logroño era todo espectáculo y apuesta: que si a estos pocos les cae la hoguera, que a esos cientos la prisión perpetua y a aquellos receptos el destierro. Hete aquí que dos siglos después de aquellos sucesos diabólicos, hacia 1811, a don Leandro Fernández de Moratín le llegó aviso de que el impresor Juan de Mongastón imprimió en el año del señor de 1618 una exhaustiva relación del proceso acaecido en Logroño, que la tomó como suya y que de la cual escribió unas notas esclarecedoras de tanta oscuridad y nocturnidad que ahora resultan resucitadas en el libro “Quema de brujas en Logroño”, interesantes para todos aquellos que quieran recrearse con el conocimiento de la historia. Que ya lo hizo Alex de la Iglesia en su película “Las brujas de Zugarramurdi”, aquel relato mefistofélico que entre aquelarres y mistificaciones embrujaba a los espectadores.

Auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid. Francisco Rici. 1683. Museo del Prado.

Sabido es que Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) fue un adelantado intelectual, afrancesado y contrario a las letanías sacras, santerías y oscuridades eclesiales que opacaban la razón del siglo de las luces. En Pastrana, sus orígenes maternos, escribió una comedia que incitaba en las gentes a la reflexión sobre los casamientos que obligaban a las mujeres a aceptar un varón inconveniente y viejo (es decir, impotente) sólo por razón de conveniencia mercantil, un adelanto al tiempo en materia de feminismo: “El sí de las niñas”. Fue amigo de Goya y murió como él en el destierro. Don Francisco en Bordeaux, y don Leandro en París, el mismo año, 1828.

Leer las anotaciones festivas de esta crónica satánica y el teatro de Moratín es un placer en estos tiempos de prisas y trapisondas cibernéticas. Que todo se confunde y altera como si volviéramos a los estragos de la sinrazón, que parece que retornan los siglos de oscuridades a pesar de las pantallas móviles y la conexión permanente. Y aunque se reprueben las demoníacas sentencias que el Santo Oficio fallaba contra los acusados, muchos de ellos inocentes, que crepitaban entre estertores agónicos, las carnes cremadas por el fuego redentor (los condenados morían por la asfixia del humo, eso les libraba del horror de las llamas) no crean en los machos cabríos ni en las brujas ni en las meigas, porque haberlas las hay.