Teodosia Gandarias
La memoria, frágil latido que vuela con el tiempo sin dejar rastro. «El que no tiene memoria se hace una de papel» decía García Márquez, memorias de sus putas tristes que se abrazaban, viejas, al deseo tardío de las carnes jóvenes antes del final inexorable. Como nuestros seres queridos que permanecen vivos mientras les recordamos más allá del tiempo en que partieron.
«Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser arábigos» cuenta Cide Hamete Benengeli, aquel apócrifo recolector de historias que se las ofrece al lector de Don Quijote rescatándolas del olvido y de la destrucción del tiempo y de la materia.
Eso hace Josefina Carabias con sus memorias de “Azaña. Los que le llamábamos don Manuel”, libro reeditado actualmente, éxito de ventas escrito hace ya cuarenta años de que ella trascribiera sus recuerdos de otros cuarenta años antes. Don Manuel, persona y personaje al que las circunstancias llevaron a la tragedia, a la laguna Estigia, condenado al Hades por Polifemo. Época terrible de enfrentamientos en la historia de este país que azotó a generaciones de perdedores y que Carabias narra con la perspicacia de su saber periodístico.
Y es sentimiento encendido, puro ardor amoroso el que doña Pardo Bazán trasmite en su epistolario con Pérez Galdós, gozo y desenfreno que ha llegado a nuestros días y que causa rubor al lector de ahora que curiosea sus íntimos deseos, sus memorias descubiertas 135 años después: «A mí no sé qué me parece la idea de estar sin ti, y tú, pobrecito, también sin mí te encontrarías muy mal… Pues bien: yo no quiero que me dejes. No; tú eres para mí. Para mí tus besos todos, todos».
Fermat apeló, en 1637, a la falta de espacio en su cuaderno para obviar la demostración de su conjetura: an≠bn+cn siempre que n>2. Fueron necesarios 358 años para que Andrew Wiles la demostrara en 1995. Un paso atrás en la historia de la humanidad que se hubiera evitado con un poco más de papel, con un poco más de memoria. Quizás fuera demasiado corta para el porvenir de este país la vida de Pedro Puig Adam (1900-1960), matemático, ingeniero, músico, pintor y pedagogo iniciado en su saber a la sombra de la Junta de Ampliación de Estudios. Hombre de ciencia cultivado junto a Rey Pastor, junto a Blas Cabrera, que impartió su saber en las enseñanzas medias y universitarias, y que escribió infinidad de obras dirigidas a la divulgación de los números para los más jóvenes. Aún se puede disfrutar de su docencia repasando sus libros de geometría escritos para los aprendices, o de cálculo diferencial para los técnicos. En Getafe, un pueblo enorme de la periferia de Madrid famoso por ser la cuna de la aeronáutica, existe un instituto de enseñanza media que lleva su nombre, un homenaje a un tiempo de esplendor y de amor por el conocimiento.
Por ese instituto ejerció también de profesor Ezequías Blanco, enseñante de varias generaciones, poeta, cuentista redomado, facedor de triquiñuelas admirables, enredador lírico, descriptor de la única clase de monos que estornuda, abuelo de un punki y editor durante treinta años (1988-2018) de una revista literaria que recogía a los más y a lo más destacado del panorama de las letras y de las artes que se producía en España: Cuadernos del Matemático.

«Cuadernos del Matemático era una revista de vanguardia a la antigua usanza; es decir, luchó por llevar a buen término proyectos y sueños, pretendió abordar críticamente la realidad de la creación en todos sus ámbitos, aunque, sobre todo, en el literario, en el poético, dando cabida en sus páginas a las tendencias creativas más diversas. Convivieron en ella esencias maduras y elixires jóvenes, sin más pretensión que la de mostrar, la de ser espejo de su presente. Por otra parte, fue un lujo literario en el que el rigor se asoció con la experimentación dentro de una presentación impecable».
De aquella aventura —porque conseguir financiación y patronazgo para la cultura es tarea heroica— se editaron 61 números. Cíclopes y lotófagos sucumbieron en sus intentos de arruinar el viaje de Cuadernos, pero las circunstancias económicas de los últimos tiempos hicieron que mantenerla fuera imposible. Ezequías puso punto final a la odisea a la que se entregó durante tantos inviernos tempestuosos, cruzó victorioso el Hades del desánimo y desembarcó en Ítaca impulsado por los vientos venturosos del Aqueronte. Se reencontró con Penélope en el parnaso.
Afortunadamente, esa labor recolectora de un tiempo y de las obras de los hombres no se ha perdido. Sus cartapacios no cayeron en el desván de la intemperie de un sedero. Los ha recogido el Museo de Getafe, impulsado por la Asociación de Amigos del mismo y ahora están al alcance de cualquier curioso que quiera revisarlos y extraer de ellos aquella constancia de tres décadas de clasificación letrada y plástica.
Están disponibles en la siguiente dirección: https://museo.getafe.es/omeka/collections/show/58#.YYGNLkHkz1w.facebook
Es necesaria la memoria escrita, mantener encendidos los rescoldos del gran incendio de la vida. Gracias a esos testimonios, a esos archivos abiertos sabemos de la inexpugnable conjetura de Fermat y su desentrañamiento por Wiles; del interés lector de Cide Hamete Benengeli; de los amores de doña Emilia y don Benito; de don Manuel, cubierto su ataúd en Montauban, Francia, con la bandera de México, madrastra España; de la geometría de Puig Adam; de los gustos literarios y artísticos de aquella irreverente post-transición. Gracias al papel sentimos la presencia de nuestros seres queridos en los altarcillos domésticos, sus fotografías, que disponemos en nuestros hogares. Las memorias de las cosas, de las personas siguen vivas mientras alguien les dispense el tributo de su consulta, de su mirada.
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