Gabriel de Araceli y Terry Mangino. Domingo 26 de septiembre de 2021

Angelitos bellos, querubines negras que vuelan sobre el asfalto, levitando sobre las punteras como bailarines en un minueto de cancanes, hematocrito y sudor. Vistos apenas, quizás presentidos como efímeras sombras que se deslizan acompasando aplausos y admiración. Una exhalación, un zumbido de abeja libando lirios y rosas tardías del otoño de Madrid. Etéreos torsos de piernas infinitas esculpidos en ébano barnizado de seda de marfil. Zancadas sin dejar huella como cigüeñas que aletearan sobre un cielo de kilómetros fundidos a sus pies, a sus alas. Esa elegancia de los serafines del altiplano africano. La maratón, la aristocracia del atletismo.

El barquero Caronte aguarda en la laguna Estigia (entre los km 27,6 y 33 lago de la Casa de Campo) para llevar las almas de los atletas al inframundo del Hades, la derrota, o a los Campos Elíseos, la victoria sobre sí mismos.

Y allá lejos, inmensamente detrás de los arcángeles, una legión de congestionados proletarios zapatea con rigor el pavor del camino largo, eterno y áspero. Una promesa quizás, un reto, una agonía prolongada, un deseo o la necesidad de demostrarse capaces. Aunque el cansancio infinito perfore los cuerpos, aunque el dolor se adueñe de ellos, aunque flaqueen las fuerzas y la voluntad se resista a soportar el castigo, son los náufragos golpeados por la tempestad, los embates de cada kilómetro les susurran a los oídos el canto perverso de las sirenas: ¡No llegarás, no llegarás! Y en una curva del camino, a lo lejos, como el faro que alerta del buen rumbo aparece la salvación, el refugio, el puerto. Filípides aguarda en la meta para llenar de laureles la cabeza de los vencedores. El pueblo. ¡Alegraos, vencimos!  

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