Ángel Aguado López

Que trata de como el amar a las mujeres causa en el hombre inquietud, desatino y locura profunda y pasa de cazador a presa sin advertirlo, y de otros hechos graciosos que se cuentan y que disfrutará el que los leyere.

  DESVIÉ POR LA VENTANA LA MIRADA mientras que, tras las primeras caricias, el abrazo subía de tono y de los besos pasaron al acíbar del reproche. Cardenio decidió marcharse dando un portazo, ¡PUN! Así que allí me quedé con ella, con la tentación, como un buda derrotado por el deseo carnoso de aquella odalisca sin apenas conocerla, traspirando, ¡qué calor hacía! Y hechizado por sus pechos oscilantes y los susurros contenidos de sus labios.

Perséfone. 1931. Eduardo Chicharro Agüera. Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

            La cosa venía de lejos, durante la semana Cardenio se disfrazaba de novio formal y aceptaba el tedioso plan de vida que le habían preparado, heredero consorte de una cadena de zapaterías. Se dejaba querer por Altisidora, la novia zapatera, como una imposición del destino. Soportaba con una sonrisa aquel empleo y a las viejas imbéciles que acudían a probarse la nueva colección de sandalias en la tienda del futuro suegro, o las comidas familiares y los proyectos de boda con los que la repelente suegra amenazaba: ¡Qué bien cuando os caséis, todos juntos en la playa de Torredembarra! Así que la Feria del Calzado que ese fin de semana se celebraba en Alicante era la excusa perfecta para desaparecer. El jueves después de comer salimos pitando, le aguardaban otros labios candentes.

      Perséfone lo sabía, sabía de aquel noviazgo de conveniencia al que opuso sus artes de hembra enamorada. Nos recibió con esos besos equívocos que lindan la frontera del delirio y te empujan a la incertidumbre. No sólo a él, que era su amante, sino también a mí, que la veía por primera vez y sufría el embrujo de las brasas de sus ojos. Se besaron con la ponzoña de los idilios reencontrados. Quizás fuera por calentarle aún más o por confundirme a mí, el caso es que a los besos de bienvenida siguieron caricias sin freno más allá de lo que recomienda la presencia de un extraño y cuando ya me despedía para dejarlos tranquilos me paró en seco como una estatua de sal: «¡No te vayas! Sigue aquí, por favor». Y me regaló un beso imperceptible en la comisura de los labios, ese veneno que te alborota porque sabes que siempre perderás.
Cardenio acusó como una bofetada este primer frenazo, ardía tras probar el fuego de su boca, yo allí mirando por la ventana, sus cabellos llameando a cada paso. Una situación muy incómoda para el compañero. ¡Tierra trágame!

      —Así que, os habéis divertido, bien acompañados por la playa, ¿no?
Cardenio callaba, Perséfone, toda inocencia nos acomodó en la penumbra del salón, en el ángulo oscuro, el ventilador hinchaba su túnica como una vela etrusca mecida por la brisa, sus pechos apenas rozados por la seda, el sudor resbalándonos por el cuello, una daga en la garganta.
—Poneos cómodos, tumbaos en los sillones. ¡Qué calor! —Nos sirvió unas cervezas.
Casi se queda desnuda cuando arrojó sobre el suelo la túnica, en sus braguitas se enredaba el vello. Efectivamente, era rubia de frasco. En mi turbación notaba como se apoderó de nosotros el vértigo del deseo, sobre todo en mí, que asistía estupefacto a aquella venganza femenina inesperada y ampliada con mi presencia. Cardenio en su silencio intentó besarla y Perséfone con una sonrisa se desató de sus brazos.
—¡Os ha dado mucho sol!

     Y comenzó a extenderle crema por los hombros con aquella untuosidad de sus manos espirales. Sin proponérmelo me convertí en su servil vasallo. Perséfone comprendió que conmigo delante sus dardos aún serían más hirientes, altiva y victoriosa nos acariciaba como a gatitos desvalidos. Sonreía.
—¡Qué colorados que estáis, chicos!
Y acompañaba las friegas con un roce efímero de su pecho contra la espalda enrojecida de Cardenio. Fui poco a poco resbalando del sillón hasta caer como un guiñapo en el suelo, tal era la zozobra que me paralizaba. Cardenio se giró y la atrajo hacía sí, su mano clavada al pecho inhiesto, sus bocas succionándose, yo sin respirar, enfermísimo en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. ¡Qué mareo! La eternidad que dura un beso ajeno.

      Perséfone se soltó de sus labios y a bocajarro me espetó: «¡Qué arrugas que tienes!, nadie te cuida la piel, mejor será que te olvides de la playa». Y de un salto vino hacia mí y con el mismo tesón que a Cardenio me empezó a pringar su bálsamo de Fierabrás insinuándome un roce, sonreía, los labios abiertos como una luna creciente. Creí morir.

      Recuerdo que Cardenio, mudo, me miraba entre la ira y la derrota, me odiaba. Me había convertido en su enemigo, testigo de su fracaso, humillándole al recibir las caricias que Perséfone con su dulzura nos repartía por igual, iba y venía el bálsamo derramado entre sus dedos, entre las azucenas olvidados ambos, el silencio de todos, su vello ensortijado insinuándose. Y allí quedamos sacrificados, dos despojos en el suelo, la diosa consumando su aquelarre sin perder la sonrisa, burlándose de nuestra masculinidad.

tentaciones_buda_eduardo_chicharro

Las tentaciones de Buda. 1921. Eduardo Chicharro Agüera. Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

      —¿Otra cervecita, chicos?, que os veo muy apagados. Tendréis calor, mucho sol, las turbias compañías femeninas…
Perséfone llenó con parsimonia un vaso de cerveza helada y aproximándose a mi amigo le pasó por la espalda el vidrio con la seguridad que da recorrer un cuerpo esclavo. Bebió un trago, se llenó la boca de una espuma goteante que dejaba rezumar lentamente por sus labios. Y recalando en su boca le trasvasó aquel líquido en un beso largo y húmedo. Cardenio, inerte ya, tragaba embriagado de furor, como cautivo de un remolino de malandrines cobardes, gigantes felones y viles criaturas. Y aún no se había recuperado de la sorpresa cuando, de nuevo, Perséfone se desprendió de sus labios ardientes y bebiendo brincó con gracia de gacela y dirigiéndose a mí me besó con pasión, trasegándome aquel veneno de su boca sin poder yo remediar el desasosiego en que me dejó, olvidado ya del mundo, quebrado el ánimo y el entendimiento, maltrechos los pedazos del cuerpo y rendido a la sin par Perséfone.

      Quedeme yo sin ánimo tras el último envite. Al otro lado de la sala mi amigo, ya enemigo, se vestía con aparente dignidad y tras dirigirme una mirada asesina salió por la puerta cerrándola con estrépito, ¡PUN!

    Perséfone, triunfante como si nada hubiera pasado me rodeó con sus brazos, me rozó para atizar aún más mis exangües ánimos y cuando comprobó, tras varias caricias en la entrepierna, que había recuperado la entereza, que era capaz de sujetarme por mí mismo y que había recobrado el entendimiento con mucho cariño me vistió, me acompañó hasta la puerta y me despidió con un beso, desnuda a contraluz en el dintel, su vello ensortijado como una jungla, sin perder el embrujo de su sonrisa vertical.

Amor_Victorious_caravaggio

Amor victorioso. 1603. Michelangelo Merisi da Caravaggio.

Gracias a Juan Marsé por sus novelas, por sus palabras, por sus embrujos.