Ángel Aguado López

            GERVASIO LASTRA Y JOSÉ LUIS ARRABAL eran dos montañeros experimentados. Sabían dónde se subían el 8 de febrero de 1970: la cara oeste del Naranjo de Bulnes, en Asturias. Pero no sabían de la fuerza del temporal polar que llegaba por el Atlántico y que congeló la roca de aquella montaña los días posteriores. Soplaban vientos de más de 160 Km/h y Lastra y Arrabal tuvieron que soportar temperaturas de -40º C durante varias noches colgados en el vacío de una pared vertical. Sus dos compañeros de apoyo al pie de la escalada dieron la alarma: ¡SOS, SOS, SOS…! Allá arriba, como dos moscas en mitad de una tarta de nata infinita, había dos cuerpos atrapados por la montaña. La noticia la emitió en directo el telediario. Hace 50 años en España sólo había dos canales de televisión y la expectación que se produjo llevó a todo el país a preocuparse por la suerte de los montañeros.

¡Salvad a los montañeros Lastra y Arrabal! Esa fue la consigna tácita que movilizó a todo el país. Aunque el rescate parecía imposible debido a las terribles condiciones atmosféricas. De toda España llegaron al Naranjo montañeros y voluntarios intentando descolgarlos. Se utilizaron dos helicópteros recién estrenados de la Dirección General de Tráfico, un Bell 47 y un Alouette, que se enfrentaron al huracán que impedía su acercamiento a la pared. El país seguía cada noche los esfuerzos que en aquel infierno de nieve se libraban para rescatar a los alpinistas. Arrabal, semicongelado y clavado en una repisa azotada por la furia de los vientos, no podía moverse. Lastra, más fuerte o con más suerte, consiguió la cima y con la ayuda de varios especialistas en alta montaña, los helicópteros y el empeño de todo el país consiguió descolgar a un Arrabal extenuado. Un Alouette lo trasladó a un hospital en Oviedo. El país entero respiró aliviado. Se había completado con éxito el rescate de aquellos dos aventureros. Pero no fue posible el milagro. Arrabal murió el 28 de febrero víctima de una pulmonía. Alcanzó, sin embargo, la inmortalidad en la historia del montañismo. Un país entero ajeno a las aventuras de la montaña y sin memorias deportivas semejantes se preguntaba qué llevó a aquellos hombres a desafiar a la naturaleza colgándose de una pared inaccesible; qué movía a un ser humano a semejante locura; cuáles eran las razones por las que dos jóvenes con toda una vida por delante se olvidaran del confort de un hogar y se expusieran a la muerte para conseguir el menguado honor de alzarse sobre un océano de hielo. Locura, irresponsabilidad, rebeldía, ignorancia… o tal vez las ansias de la gloria que concita el superar un reto imposible nunca antes conseguido: ¡La conquista invernal de la cara oeste del Naranjo de Bulnes!

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        «La montaña no es un deporte para tontos, es para gente espabilada, los tontos duran poco, la montaña es peligrosa, no hay que adentrarse en ella buscando la heroicidad» —dice Carlos Soria, un joven montañero de 80 años, afincado en Madrid, antiguo encuadernador y tapicero de profesión, con la serenidad ejemplar que le ha dado su larga vida de andanzas y conquistas por todas las cordilleras del planeta. Le faltan dos cumbres para completar las catorce 8.000 del Himalaya: el Shisha Pangma (8.013 m) y el Dhaulagiri (8.167 m). Carlos coronó el Everest con 61 años. «Soy aún la persona con más edad que ha subido al K2 sin oxígeno, con 69 años —subió con 70 su noveno 8.000—. Hay que pensar que además de subir una montaña hay que bajarla. La prudencia, la fe en uno mismo y el entrenamiento son fundamentales» sentencia desde su mirada serena e introspectiva de águila de las nieves del Guadarrama, su cordillera existencial.

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Carlos Soria en su casa de la Sierra del Guadarrama, el pasado 7 de noviembre de 2019.

        Edmund Percival Hillary era un neozelandés larguirucho y pacifista al que le gustaba subir montañas en busca de abejitas con las que construir colmenas y comerse su miel. Le tocó, no obstante aquellos comienzos brillantes de naturalista, ir a la 2ª Guerra Mundial y a punto estuvo de palmarla tras un ataque japonés en las Islas Salomón del que sufrió quemaduras graves. Le repatriaron en estado lamentable y durante tres años se lamió sus heridas ascendiendo por las montañas de Nueva Zelanda y recolectando el néctar que fluía de sus panales. Una cuestión de paciencia. Quizás fuera eso, su templanza, su bonhomía y su fidelidad a la Commonwealth lo que le llevó a la edad de 32 años a ser seleccionado como miembro de la expedición inglesa comandada por el brigadier —y posteriormente sir— John Hunt, comisionado por su graciosa majestad, la reina —en funciones— Elisabeth II, para conquistar, en 1953, el Everest.
Hillary estaba allí, a 7.890 m de altura, en el campamento VI, el último antes de la cima del Everest, el 28 de mayo de ese año, el día que el primer intento, protagonizado el 26 por los experimentados Tom Bourdillon y Charles Evans, fracasó. Y tras el segundo intento infructuoso, el 27 de mayo, protagonizado por George Lowe, Alfred Gregory y el sherpa Ang Nyima, que regresaron agotados, el comandante jefe John Hunt se dirigió a Edmundo Percival Hillary y en su perfecto inglés del Marlborough College le dijo: Muchacho, ha llegado tu hora, tú eres el elegido.
Hillary era, cómo decirlo, el suplente del suplente. Y no era, cómo decirlo, “british” de pura cepa. Aunque tuviera ocho apellidos ingleses. Pero la suerte le tocó el hombro con ademán equívoco: la gloria o el olvido estaban a su alcance. ¡Hasta la victoria siempre!, se dijo.
La del alba sería cuando Hillary, acompañado del sherpa Tenzing Norgay, de 38 años, salieron aquel 29 de mayo del campamento VI tan contentos, tan gallardos, tan alborozados por verse comisionados para la conquista de los cielos que el gozo les reventaba las cinchas de los arneses con que sujetaban las botellas de oxígeno. Y la suerte les sonrió y sin aparente esfuerzo les entregó en pocas horas lo que a los otros les negó durante años. Que sobre las 11:30 am hollaron la cumbre más alta del planeta y tras depositar en el techo del mundo algunos recuerdos y tomar fotografías que testimoniaran su éxito, emprendieron el regreso y sin novedad se plantaron en el campamento VI para comunicar al resto de la expedición el triunfo. «Hemos derribado al bastardo» le soltó al brigadier Hunt el larguirucho neozelandés amante de la miel. La noticia llegó el mismo día a Londres coincidiendo con la coronación de Elizabeth II, ya reina de Inglaterra. Era el mejor regalo que se podía hacer a los Windsor: Dieu et mon droit.
Su graciosa majestad, agradecida, distinguió a los componentes de la expedición con la medalla de la coronación. Hillary y Hunt fueron nombrados caballeros. Inglaterra añadió otro reconocimiento a su historia y mantuvo su proyección universal. Y para Hillary y Tenzing aquello fue el comienzo de una hermosa amistad que prosiguió hasta el final de sus días. Otros, sin embargo, habían muerto en el intento de convertirse en héroes.

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Edmund Hillary y Tenzing Norgay tras descender victoriosos de la cumbre del Everest, mayo de 1953.

       Carlos Soria es el decano del montañismo español y uno de los más respetados alpinistas del mundo. ¿El secreto para llegar a eso? «La prudencia es la mejor virtud del himalayista, el sentido común, hay que evitar la heroicidad —dice Soria—. Nunca exponerse a una muerte por exceso de confianza. Las avalanchas impredecibles y el cambio de tiempo son los mayores peligros de la montaña. En el Kanchenjunga me di la vuelta a 300 m de la cumbre porque no lo veía claro. Llevábamos como cinco horas de retraso, a la cumbre vas de noche, decidí darme la vuelta, iba con un sherpa que me insistió en subir porque me veía muy fuerte. Fue una decisión providencial. Aquel día fallecieron cinco personas cerca de nosotros. Luego, cuando descendimos y nos enteramos de la tragedia me dijo: qué bien que hemos bajado, podríamos haber sido de los que no lo contaran».

        Vesania, temeridad, sobreestima, o excesiva confianza en uno mismo. Qué lleva a un hombre a esos retos imposibles, a subir esas montañas que le aguardan como tumbas excavadas en la nieve. Carlos no tiene dudas, una disciplina espartana es esencial para adentrarse en las alturas: «Al que no la conoce, la montaña le parece una cosa terrible. Psicológicamente tienes que estar equilibrado. Y tener una buena condición física. Yo me aclimato en altura subiendo y bajando cuestas. He entrenado durmiendo muchos días en una cámara hipo-bárica. Y como tenía dudas de su efectividad subí al pico Lenin, 7.134 m. No tuve problemas porque casi desde niño he hecho escalada. Toda la vida. He pasado de Pakistán a China en bicicleta. Cerca de 5.000 m de desnivel, con 52 años».
Soria, un asceta, un místico de la montaña, también se revela contra la mala imagen en la que ha sumido al montañismo el consumo turístico del Everest. «Estoy harto de la fotografía del Everest invadido por turistas. Aunque pienso que, siendo un monte peligroso por su altura, apenas si suben 700 personas al año, mientras que el Kilimanjaro, el Aconcagua o el Aneto lo suben todos los años miles de personas sin que se considere turismo. Y más de 800 personas suben en el verano el Mont Blanc».
Carlos es contundente sobre el trabajo que prestan los sherpas y deplora el rechazo que sufren por parte de algunos “amateurs” que se acercan a las montañas por esnobismo: «Soy un admirador de los porteadores. Ahora hay toda la información del mundo y algunos alpinistas estudian la ruta por internet y prefieren no contratarlos. Están equivocados. Los sherpas son muy buena gente. En el alpinismo hay mucho que presume de practicar el estilo alpino, de ir sin sherpas, sin ayudas y luego se aprovecha de las cuerdas que ponen los sherpas. El único que ha ido en estilo alpino ha sido Reinhold Messner, ha sido el único que ha estado solo en el Everest. Y sufrió la pérdida de un hermano en un descenso y él se salvó de milagro. Messner es un genio tanto en roca como en hielo, un revolucionario. La del sherpa es una profesión peligrosa, se ganan muy bien su dinero. Esos turistas que presumen de subir al Everest llevan sherpas que cargan con sus botellas y les atan a las cuerdas fijas. Messner fue el primero en subir sin oxígeno. Ahora poca gente sube sin cuerda fija».

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Carlos Soria en la expedición al Manaslu, 1975.

Tal vez porque haya vendido su alma a Lucifer Carlos Soria parece conectado a la eterna juventud, es historia y habla sobre sus logros anteriores y sus proyectos venideros. «Yo he subido el Makalu a los 69 años sin oxígeno. En el Everest lo utilicé a partir de los 8.000 m. Tuve problemas y bajé casi sin oxígeno. La máscara me impedía la visión y me la quité. En el Himalaya siempre hay que escalar algo. Cuando comencé en España sólo había cuerdas de cáñamo, era el año 1960. Todavía no existían los arneses. Fui a Chamonix en el año 62 con vestimenta de calle, lo único que había. La mochila me la hice yo. Con mis hijas y mi mujer he subido al Cervino. Era otro mundo distinto. A veces escalábamos sin cuerda. Si te caías te matabas, pero no tienes por qué caerte. Hice mi primera ascensión al Mckinley en solitario. Estaba a 6.000 m, allí no había sherpas».
Y sobre el problema ecológico y las basuras que arrastra el turismo de escalada y las expediciones al Himalaya su visión es clara. «En el cielo vuelan a diario 25.000 aviones y estamos acabando con los océanos. En una cadena montañosa de 2.400 km de largo y 400 de ancho la porquería está localizado en cuatro puntitos. Para la economía del Nepal es fundamental la visita a sus montañas. Ahora en Nepal se dan permiso a todo el que pueda pagarlo. En el Everest va mucha gente y gracias a las visitas de extranjeros Nepal obtiene mucho dinero. Nosotros en España hemos destrozado todas nuestras playas porque la economía del país lo necesitaba. No podemos condenar al gobierno de Nepal por permitir el turismo. Estamos acabando con todo. El mar es una inmensa bolsa de basura que se extiende por todos los océanos».
«La montaña más traidora es el Annapurna, por las avalanchas. El K2 también es muy peligrosa. Pero no es más peligrosa la montaña que una gran ciudad. He perdido amigos allí arriba y también a uno en un atraco, aquí en Madrid». Y como persona ponderada se declara partidario del sentido común en sus hábitos vitales. «Como de todo cinco veces al día: pescado, pollo, carne roja, verduras, frutas, legumbres, leche, embutidos. Me colocaron una prótesis en una rodilla y en la primera expedición mis hijas, como siempre, me han animado a seguir con mi afición. Que sí, que me ha costado dinero, que me la he tenido que pagar de mi bolsillo. Sí, a veces algún banco me ha financiado la escalada. Y ahora Movistar me ayudará en mi próxima expedición. Un destino secreto que prefiero no desvelar».

¿Subieron Irvine y Mallory el Everest en 1924?

«No lo creo —dice Carlos—. Porque, además de subir hay que bajar y certificar que estuviste allí, aportar pruebas que corroboren tu victoria. Y con aquellas ropas que llevaban, con aquellos equipamientos… Hubiera sido una hazaña imposible para la época. Hay muchos bocazas y mentirosos que exageran las cosas en esto de la montaña» —sentencia Soria con la sabiduría que le han dado las nieves.

       Para velar por la verdad estaba miss Elizabeth Hawley, la “notaria” de las cumbres que daba fe de las ascensiones al Himalaya. Soria la conoció en 1973, falleció en 2018. «Cada expedición tenía que enseñar los deberes que había hecho en la montaña y aprobar su examen posterior ante la notaria. Miss Hawley constantemente nos preguntaba sobre aspectos de la escalada, lo que había al oeste de la cumbre, lo que había al norte, lo que se divisaba al sur de la ascensión. Creíamos que aquella americana de Chicago era de la CIA, una espía, cuando era una adorable viejecita que se trasladó a Katmandú como reportera de Reuter en 1960 y que nunca jamás había subido una montaña. Pero eso sí, su veredicto era determinante. Los sherpas le proporcionaban mucha información sobre los hábitos y logros de sus clientes. Llegabas al hotel y te tiroteaba con preguntas. Y con sus deducciones emitía su juicio. Era tenaz e imparcial, nunca le decía a nadie que no había subido, pero en caso de duda ponía en su expediente “ascensión dudosa” y el montañero tenía que aceptar de buen grado su sentencia y repetir el intento en algunos casos».

 

        «Porque están ahí» decía Mallory cuando le preguntaban por qué subía montañas. Porque estába ahí el Everest había que subirlo, como si fuera el Sagarmatha —nombre nepalí del Everest— un puerto de tercera. Irvine y Mallory forman en la mitología del montañismo algo parecido a Romeo y Julieta en el amor; a don Quijote y Sancho en la lealtad; a Amundsen y Scott en la conquista de los polos; al doctor Livingstone y a Stanley en su lucha por descifrar los misterios africanos; a Armstrong, Aldrich y Collins en expandir los límites conocidos del universo; a Magallanes y Elcano en su afán por descubrir nuevas rutas, nuevos mundos. Muchos murieron en el intento de desvelar qué mueve al hombre a traspasar los límites de la montaña, sus lindes. Se salvó Sancho, el más pragmático, el más sensato, el más prudente. Sancho hubiera sido un buen montañero, le podía el sentido común. Quizás hubiera llegado al Everest. Quizás no hubiera llegado a ninguna parte, ni siquiera a Puerto Lápice si don Alonso Quijano no le hubiera arrastrado en su locura y en su lucidez. Carlos Soria es a la vez don Quijote y Sancho, por eso sube montañas y por eso sale indemne. Es un hombre sabio, o loco.

         Andrew Irvine era un tipo guapo, muy guapo y muy fuerte. Tan fuerte que formó parte del “ocho con timonel” de Oxford, ganador en la regata por el río Támesis de 1923. Y un gentlemen. En esa universidad estudiaba ingeniería mecánica y bailaba el Foxtrot y el Charleston con jovencitas que se enamoraban de él al rozarle sus mejillas cuadradas y sus labios carnosos. ¡Los felices años veinte! La conquista de las cumbres del planeta suponía la mejor propaganda para el imperio británico tras la victoria en la Primera Guerra Mundial. Irvine, siendo aún estudiante de secundaria patentó un mecanismo que permitía sincronizar el disparo de las ametralladoras Lewis de 12 mm entre las palas de las hélices de los Sopwith Camel sin dañarlas. Gracias a su ingenio, los aviones ingleses derribaron el Fokker DR I pilotado por Manfred von Richthofen en la batalla del Somme, el 21 abril de 1918. Y su fama aumentó al inventar un regulador de presión que permitía aspirar el aire de las botellas de aire comprimido sin dañarse los pulmones. Además, Irvine tenía ocho apellidos ingleses. Quizás por eso o por sus dotes atléticas fue elegido por el comandante-jefe Charles Bruce, comisionado de su graciosa majestad Georges V, para formar parte de la tercera expedición inglesa que pretendía conquistar el Everest. El 8 de junio de 1924 regresaba, supuestamente, de la cima en compañía de George Mallory cuando una tormenta de nieve los sorprendió a unos 8.400 m de altura y desapareció para siempre. Tenía veintidós años. En 1933 una expedición mandada por sir Percy Wyn-Harris encontró a 8.340 m de altura su piolet. Irving era demasiado joven para morir, su rostro amable, su cuerpo congelado se perdió en el glaciar del Khumbu, su juventud se quebró sin recibir el calor de unos labios de mujer, perdida su virilidad en una cueva de hielo.

        En 1999 otra expedición al Everest encontró los restos de Georges Mallory a 8.100 m. Georges Mallory tenía tres hijos, combatió con el grado de teniente en la Gran Guerra y fue amigo del economista John Keynes, iba a cumplir treinta y ocho años cuando falleció. Sus ocho apellidos eran ingleses. El cuerpo de Mallory tenía fracturados el fémur y la tibia de la pierna izquierda, pero estaba magníficamente conservado a pesar de los setenta y cinco años transcurridos. Aún guardaba entre sus ropas unas gafas de glaciar, aunque no apareció una fotografía de su mujer, Ruth, que Mallory prometió dejar en la cumbre si la conquistaba, como señal de amor eterno. La prueba definitiva que demostrase que ambos montañeros hollaron por primera vez la cumbre más alta del planeta sería una fotografía hecha en el momento de pisar la cima. Pero nunca se encontró la cámara que Mallory llevaba siempre consigo, una Kodak Vest Pocket.

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Miembros de la expedición inglesa que acometió la escalada al Everest en 1924. Irvine es el primero, de pie, por la izquierda. Mallory es el segundo, de pie, al lado de Irvine.