Gabriel de Araceli
El individuo, en su infinita insignificancia, tiene necesidad de adherir su existencia a la exaltación de un héroe, a un mito que le dé esa relevancia, esa visibilidad ante la vida de la que carece la inmensa mayoría de los seres, salir de la ordinariez cotidiana en la que se sumergen las vidas y encaramarse por un rato en la victoria ajena. El héroe deportivo tiene esa aura triunfal de éxito extensible que se comparte como propio. No hay más que ver esas celebraciones futboleras que las aficiones de los equipos consideran como una conquista personal. Y si el héroe procede de un origen humilde, parece más reconfortante su triunfo porque, por fin, uno de los nuestros ha conseguido alzarse de la nada y ascender al Olimpo de los ganadores, un éxito compartido con el que se identifican los que no tienen nada.
La historia del deporte español está llena de héroes individuales, muchos de procedencia humilde, triunfadores que llevaron la alegría por un rato a la masa anónima rescatándola de su inexistencia individual. El gran Manolo Santana —su padre era un simple portero de un club de tenis donde el niño Manolo, nacido en el Madrid sitiado de la Guerra Civil, ejercía de recogepelotas— deslumbró a todos cuando el tenis era algo desconocido, conquistando Wimbledon, tres veces Roland Garros —una en dobles formando pareja con Roy Emerson, al que después ganaría en las finales de la Copa Davis jugadas por España en Australia, en 1965 y 1967—, o el Open USA, hazañas impensables en un país al borde de la bancarrota.
Boxeadores como Pepe Legrá —exiliado del castrismo—, Luis Folledo o Pedro Carrasco —todos de origen muy pobre— fueron en los 60-70 del siglo XX los héroes populares que desataron pequeñas alegrías a los aficionados. Ángel Nieto, hijo de un frutero vallecano, llegó a lo más alto del firmamento motero en unos tiempos en los que el país iniciaba su desarrollo industrial subiéndose al 600. En deportes minoritarios como la natación deslumbró una jovencita, casi una niña, Mari Paz Corominas, que llegó a la final olímpica de los 200 espalda en México 68 —aún sigue nadando, recientemente hizo la travesía a nado del estrecho de Gibraltar—, o Santiago Esteva, compañero de entrenamientos de Mark Spitz y quinto en la final de los 200 espalda en la misma olimpiada. O el atleta Mariano Haro, un fondista olímpico, todo pulmones, que reventaba a los rivales en el Cross de las Naciones. O el gran Paquito Fernández Ochoa, ganador de un oro olímpico en Sapporo 72 en el eslalon especial, un esquiador nacido en un país donde la nieve es algo anecdótico. Todos tuvieron algo especial que abrazaban como suyo las masas de perdedores.
Pero quizás el deporte más popular tras el fútbol y que más ha recibido el apoyo del aficionado haya sido el ciclismo, tanto aquí como en el resto de Europa. Gino Bartali, un héroe nacional, ganó el Tour con diez años de diferencia, en 1938 y en 1948. Entre tanto, servía de enlace en la guerrilla antifascista, a los partisanos, transportando mensajes durante la 2ª Guerra Mundial escondidos en la tija del sillín de su bicicleta de 18 Kg. Fausto Coppi concitaba el amor de todas las mujeres italianas, que se aprestaban a esperar su paso agonizante por el Stelvio con tal de ver su rostro incólume de cristo crucificado sobre los pedales. Jacques Anquetil, Monsieur Crono, hijo de un albañil, presumía de hacer el amor antes de subir el Galibier y brindaba con champagne Moët&Chandon antes de galopar le Mont Ventoux. ¡A galopar, a galopar hasta enterrarlos en champagne..!
En aquella España de blanco y negro, más bien de negro y negro, grandes héroes fueron Vicente Trueba, la pulga de Torrelavega, un épico sufridor en el Tourmalet; o Federico Ezquerra, el primer ganador del Galibier; o Julián Berrendero —hecho prisionero en 1939 por el franquismo y confinado en un campo de concentración en Rota durante un año por el delito de haber corrido el Tour—.
Y sobre todos ellos brillaba la figura de Federico Martín Bahamontes, ganador del Tour de 1959 y posiblemente la figura más relevante del éxito deportivo individual en la España del subdesarrollo. Grandes sufridores los ciclistas, hombres que hicieron de la bicicleta su subsistencia, su refugio ante la adversidad, su lugar en el mundo, ¡arriba parias de la tierra! Ocaña, el Tarangu…
José Manuel Fuente, el Tarangu —pícaro, pillo en bable asturiano— fue el Dante que paseó su tragedia o su éxito por el cielo, por el purgatorio y por el infierno del ciclismo, el representante más dramático del héroe deportivo. De la misma edad que Merckx y Ocaña, nacidos los tres en 1945, Fuente comenzó su carrera de ciclista a una edad tardía, 25 años. Fue un incómodo rival del belga en el Giro del 72 y 74, ganó dos etapas consecutivas en el Tour de la desgracia de Ocaña, 1971, y multitud de etapas en las tres grandes y en diversas carreras, así como la general de las Vueltas de 1972 y 1974, deslumbrando tanto por sus demoledores ataques en los Dolomitas, o en los Alpes, o en los Pirineos, como por sus pájaras en etapas intrascendentes. Los alarmantes desfallecimientos le obligaron a retirarse con apenas 31 años. Con posterioridad, le diagnosticaron una enfermedad renal grave, de la que falleció, a pesar de los intentos de la medicina por curarle, entre ellos un trasplante de riñón, en 1996, dos años después del fallecimiento de su amigo Luis Ocaña. Aquella pedalada suelta y decidida de los demarrajes de Fuente fueron un éxito compartido en las cuencas hulleras: ¡El abuelo fue picador allá en la mina y arrancando el negro carbón quemó su vida! ¡Uno de los nuestros, por fin!, se alzaba en los pedales sobre el betún y la carbonilla que cegaba los ojos de los parias de los valles mineros asturianos. Esas pequeñas alegrías que la vida, a veces, te regala.

Fuente lleva la maglia rosa delante de Merckx en el Giro de 1974
¡La Grandeur, el pelotón agrupado cruzando por el interior del Louvre, Louis XIV, le Roy Soleil, contemplando orgullo a los forzados de la ruta!
La victoria del ciclista Egal Bernal en el Tour de 2019 ha desatado una euforia nacional en Colombia, necesitada de éxitos y reconocimiento tras décadas de sufrir una cruenta guerra civil soterrada entre el Estado y las FARC. Comparado con García Márquez, el jovencísimo Bernal se ha convertido en un héroe nacional. La fútil felicidad efímera que proporciona un vencedor a una nación, el amor, nuevamente en los tiempos del cólera que nunca se fueron.