El siguiente cuentecito obtuvo el III PREMIO DE RELATO BREVE JULIO CORTÁZAR, 2000, Convocatoria Nacional de la Universidad de La Laguna, Tenerife. Ilustraciones de Raquel Díaz Piñeiro; Fotografías de Terry Mangino y Ana Mª Pulido.
Rafael Alonso Solís
Nos conocimos en una cena oficial, entre dos canapés de angulas de Aguinaga y una copa de vodka uniendo nuestros labios en un ritual de ambigüedad consentida. El funcionario Charasqueta, a la sazón tu amante y mentor, me había encargado una biografía a la medida, un texto para la eternidad de las enciclopedias o una garantía para su ascensión a los altares en clave identitaria, de prosa escasa, rigor ausente y exceso de adjetivos preciosistas. Yo era entonces un espía del CESID haciendo su meritoriaje en las cloacas del norte, diseñándome un futuro en lenguas diversas y preparando el equipaje para el retorno definitivo al hogar. Tú parecías convencida de que el mundo se encierra en un lienzo sin pintar en el que los caminos se trazan a golpes de voluntad, los ángulos se hallan cuidadosamente descritos en los manuales del partido y el color de las flores queda sujeto a la variabilidad de las corrientes ideológicas. Se nos iba la tarde sin remedio. La brisa cruda del otoño se constituyó en cómplice involuntario al empujarnos a un rincón de la estancia y nos introdujo en un argumento de amores y traiciones, de misterios insatisfechos y rumores de fatalidad. Nunca supe si tus besos eran tramontanos o tus pechos cántabros, si tu sexo rezumaba furor de aberzalismo ateo o toda tu piel procedía de un mapa que se desintegraba en las fronteras de cada pueblo, si el aroma de miel salubre que se me estremecía en la boca era el resultado de un mestizaje milenario o la conclusión apasionada de una síntesis de credos y tendencias. Lo cierto es que si robé tu alma y dejé la mía desgarrada en las espinas de Sarajevo no fue por todo eso, sino por la chispa de fulgor animal que estalló en tus ojos al reconocer el sabor de la tierra mojada y el placer del conocimiento.
Debo reconocer que con los años he aprendido a diferenciar relativamente la paja de la mies, pero sigo confundiendo el temblor avisa que aún siento ante el frío o el pavor, la angustia que todavía me causan la duda o el misterio, el sabor a metal que me llena la boca ante el miedo o la timopatía ansiosa. Ya no hay siquiera bosques en mis recuerdos, y en su lugar, por obra y gracia de los ajustes monetarios, el lento desarrollo del encéfalo y la incapacidad de la especie para articular la convivencia, han surgido aldeas nuevas que cambia de bandera a cada embate de las hordas sagradas, ciudades-desastre en las que la relación entre perseguido y perseguido puede invertirse en el curso de una jornada militar, miles de muertos en los que la sangre de cada etnia y las mentiras de cada religión copulan en silencio mientras la cartografía diplomática aprueba la libre distribución de mapas de bolsillo, reliquias fronterizas, alas de mariposa y espermatozoides congelados para la conservación de las esencias.
Nos conocimos en una cena oficial, hace un tiempo infinito, en un país inexistente y a una hora en la que el futuro parecía abierto a la manipulación genética. No puedo imaginar ahora cuál de tus diversos fragmentos raciales yace dormido en Rentería, ni cuál esta embalsamado en el museo diocesano de la Europa imperial, letal y jacobina. Ni siquiera servimos como prueba irrefutable de que nuestra especie es capaz de percibir, momento a momento, la elaboración de la historia.
Nos conocimos en una cena oficial, tan solo unas horas antes de que apuntases entre mis ojos y apretases el gatillo con la convicción que proporcionan los estudios de teología. Los dos supimos cumplir la orden de nuestros superiores con el rigor del militante y la disciplina del soldado, dejando las frases de amor para las esquelas mortuorias y el temblor genital para una reencarnación imprevista. Tal vez cuando hayan muerto todos los recuerdos de la noche yugoslava, cuando tu país y el mío sean únicamente burlas de leyenda, cuando la sangre de ambos se haya descolorido los suficiente y el curso inevitable de la vida nos haya metido en el mismo saco que los mártires de estado o los asesinos de salón, aún podamos obtener un instante de consuelo sabiendo que nos queda París.