Rafael Alonso Solís

      Aunque la justicia se representa como una dama ciega que hace pesadas con una romana de garito, todo hace pensar que ciega no es, sino que en ocasiones mira torcida, atravesada o tal vez de reojo, como si estuviese sometida a intereses diversos y con frecuencia encontrados. Al fin y al cabo, en realidad la justicia no es una señora –es curioso que la hayamos dotado de un género, aunque la mayoría de quienes la ejercen en los escalones superiores de la magistratura pertenezcan al otro–, sino un pacto, un acuerdo, un arreglo de la ciudadanía para solventar los repartos de tierras, la equiparación de las ofensas o la forma de cuantificar con precisión hasta donde llega una libra de carne. Lo cual probablemente dependerá de si se trata de carne cruda o guisada, fresca o amojamada, de tórtola o de gacela. Cuando uno andaba por las tierras indias, persiguiendo forajidos por el condado de Lincoln, todos los jueces eran de la horca, y aplicaban las escasas leyes de la frontera de acuerdo a la presión que ejercían la banda de Chisum o la de Tunstall. Esa fue, por cierto, la primera vez que nos topamos con Billy el Niño, mucho antes de su carrera en la Brigada Político Social.

       Para que una sociedad se mueva en un espacio de inseguridad permanente no hay nada más apropiado que desconfiar de los jueces. El poder judicial depende demasiado de la condición humana, pero hay que reconocer que no disponemos de otra cosa. Únicamente el control de la endeble democracia que hemos diseñado, la cual es mucho más que lo que podríamos haber sospechado hace tan solo unas décadas. Cuando un aplicador de la justicia sostiene que una mujer violada disfrutó con la agresión sería un error pensar que está loco, porque su aparente locura debe ser la manifestación de un abuso oculto y deseado, una vía para ejercer, precisamente, el poder de un ser humano sobre otro. Esa debía ser la explicación de aquel juez que imaginara Guy de Maupassant en su relato titulado El loco, quien, tras haber enviado a muchos asesinos a la guillotina, decidió dejarse llevar por la turbia atracción de la sangre y experimentar él mismo el placer que adivinaba en sus condenados. Si la vida y la muerte eran solo aspectos simétricos de la misma cosa, lo único sagrado era el registro civil. Primero le cortó el cuello a un pajarillo, luego estranguló a un niño. Más tarde siguió dibujando una carrera oculta por la toga, disfrutando del ejercicio de lo que Thomas De Quincey consideró como una de las bellas artes bajo la protección de la casta privilegiada a la que pertenecía. Es cierto que no parece aconsejable legislar en caliente ni usar la balanza bajo la presión de quien reclama justicia. Pero la inseguridad en que están las mujeres como piezas de caza, no solo hace dudar de la cordura de los magistrados, sino del grado de patología patriarcal al que están sometidos.

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