Rafael Alonso Solís
A finales de los años cincuenta, mientras la productora Hammer realizaba algunas de las mejores películas de terror del cine británico –Drácula, Frankestein o La Momia refrescaban las pantallas de los cines de culto con un colorido rojo sangre y un inquietante brillo escarlata, que daba miedo y ponía cachondo–, el cine mejicano producía El Vampiro y El Ataud del Vampiro, versiones del mito con acento charro y una puesta en escena en la que se mezclaban el tono cutre y la ingenuidad erótica. En el segundo film, la tumba del Nosferatu era un centro de poder del que emanaba el mal en toda su perversión, haciendo que los ladrones de criptas, por efecto de sus efluvios, se transformaran en zombies sedientos de sangre femenina y juvenil. También hacia 1958 –aunque la obra se iniciara en 1940– terminaba la construcción del “conjunto monumental español” del Valle de los Caídos, fastuosa y ridícula obra puesta en marcha por el dictador Franco, siguiendo el estilo del faraonismo fascista. La misma escenografía de cartón y piedra, sin alma propia, pero bañada en la sangre y el sudor de los perdedores de la guerra civil, condenados no solo a ser prisioneros, sino a participar como mulos de carga en la construcción de lo que alguien consideró una muestra destacada del kitsch cristiano, del nacionalcatolicismo de banderas y de la exaltación del culto al tirano, si bien se dice que no fue él quien decidió la ubicación de su tumba. Pero el vampiro no necesita escribir su testamento, como saben los expertos y los descendientes de Van Helsing, sino que su mensaje queda latente en el aire que se ha respirado en su entorno y en los vapores que han emanado de su fétido aliento, y cuyo poder, una vez alcanzada la inmortalidad, se extiende más allá de los esquemas temporales de la física. El primer habitante de la cripta de Cuelgamuros fue José Antonio Primo de Rivera, el precursor de esas ideologías que emergen de nuevo, y que hablan de España como de un sacramento. El segundo, aunque tal vez primero en importancia, fue el dictador gallego, y fue su heredero, Juan Carlos de Borbón, quien decidió ubicar la tumba maléfica en ese lugar. Los demás restos no cuentan, y se acumulan en una fosa común que recoge las osamentas de más de 30.000 personas de ambos bandos. Durante décadas, el poder de la sangre del vampiro ha emanado desde el valle de Cuelgamuros y ha extendido su poder sobre el país contra el que se levantaron los facciosos en 1936. Hay una mística del mal que se ha guisado allí, que se ha cocinado al amparo de los vencedores, que se ha elaborado a partir de los vapores producidos entre los restos de Nosferatu, y que ha impedido a los ciudadanos y ciudadanas de este país diseñar su futuro en libertad y sin la amenaza trágica de los vurdalak de la cruz y de la espada. Es hora de quemar el ataud.