Ana M Pulido

Llegamos a Auschwitz, una guía que hablaba español nos entregó auriculares para escuchar su voz durante el recorrido. Era una mujer rubia, con esa belleza serena de las polacas, unos 35 años apenas.
Se atisbaba al fondo la famosa puerta con la frase en hierro forjado “Arbeit mach frei”, la sensación de irrealidad que atenazaba el estómago fue un puñetazo en la cara. Estaba allí y no era el decorado de una película. Manadas de visitantes, decepción. No habrán convertido un lugar casi sagrado en un parque temático, pensé. El turismo de masa lo destruye todo, un campo de destrucción masiva, ironía lingüística ¿sería una excepción?


Intenté concentrarme en las palabras de la guía y no prestar atención a los otros grupos que inundaban el campo en aquella mañana primaveral. La guía hablaba suavemente, con dignidad y tomando partido en su forma de contar los hechos mediante una entonación triste, trágica, rozando a veces lo solemne. En primer lugar, nos mostró un plano donde comprobamos la amplitud del campo y los principales edificios, entre ellos el hospital de la muerte donde experimentaban y las cámaras de gas. Al cruzar el umbral de la terrible puerta creo que nadie estuvo libre de escalofríos. Atravesamos varias calles entre barracones de ladrillo, había charcos de la lluvia caída durante la noche. Al fondo de cada calle, las alambradas de espino electrificadas y los torreones de vigilancia atenazaban los espíritus, recordándonos en cada momento donde estábamos. Tras ellos, bellísimos bosques que un día fueron testigos de la barbarie. Cuántas personas inocentes habrían paseado su desgracia por esas calles, cuántos seres contemplado como único paisaje esos bosques, encerrados entre vallas mortales como ganado, cuántos de ellos habrían arrastrado sus pies desnudos entre charcos como aquellos, o pisado la nieve sin esperanza ni alma.
La guía nos condujo a un barracón en el que había información, fotografías, documentos y objetos personales de los deportados. A modo de museo se seguía un itinerario que aumentaba en intensidad emotiva a medida que avanzábamos. Entre los documentos se podían ver las interminables listas de prisioneros, cuidadosamente clasificados por orden alfabético con el número que les sería tatuado al entrar. Todo registrado, ordenado con un macabro rigor germánico. En una vitrina nos llamaron la atención unos billetes de tren. Judíos griegos de Salónica que fueron engañados cruelmente y llevados al campo de exterminio. Pensaban que compraban un billete para una vida mejor con vivienda y trabajo. Destino trágico e injusto que se volvió contra ellos.
Por todas partes fotos impactantes, cientos de ellas, que contaban la historia de los terribles hechos ocurridos allí. Algunas de tamaño mural mostraban familias enteras, gente de toda condición que nos miraba con ojos aterrados; parecían seguir implorando ayuda a través del tiempo, en ese fugaz instante captado por un fotógrafo insensible que certifica el crimen, sin más. Una de las más impactantes: la llegada de los trenes y la selección. A un lado los hombres y al otro las mujeres, dos grupos inmensos de cientos y cientos de personas; en el centro el nazi despiadado, plantado con la insolencia que le dan las armas, demiurgo que de un simple gesto envía a la cámara de gas a los que le parecen débiles. Un instante, un segundo y todo se acaba, una vida arrojada a la oscuridad eterna.


Contemplar las pertenencias de la gente inmolada gratuitamente es algo que no se olvida mientras se vive: miles de gafas, miles de tazas y platos desconchados, objetos de aseo, brochas de afeitar, cajitas de crema, productos de belleza. Lo cotidiano que aún nos hace sentir más la crueldad de una muerte brutal.
Había montañas de maletas con la dirección de cada persona anotada inocentemente en letras grandes. Esa pobre gente despojada de todo pensaba que después de pasar por la “desinfección” volverían a recogerlas. Nombres, apellidos, direcciones de tantas casas que quedaban vacías en calles fantasmas. Cuánta vida truncada en esas maletas con destino a ninguna parte. Qué decir de las toneladas de zapatos de niño, de señora, con tacones, que un día fueron elegantes, sandalias, zapatos de obrero, un amasijo grisáceo detrás de vitrinas que alcanzaban el techo, pies que se arrastrarían por los charcos y la nieve, o pertenecientes a la gente que al bajar del tren fue directamente a emprender el viaje más largo y el más corto, para el que no necesitaban maletas ni zapatos.
Al entrar en una sala en penumbra la guía nos previno de que allí no estaba permitido hacer fotos por respeto a las víctimas. Indescriptible. Madejas de cabello humano formando montañas de estopa, nidos convexos colosales a ambos lados del pasillo por el que circulábamos sobrecogidos. Una madre y una hija del grupo hicieron una foto discretamente, me dieron ganas de darles un puñetazo, les lancé una mirada asesina que lo decía todo. Esa maraña gigante de pelo que un día cubrió cabezas de niños y madres o ancianos se merecía todavía más que respeto, se merecía la humildad y la veneración. Ahí sentí que la idea del parque de atracciones me revolvía el estómago de nuevo, como cuando otros visitantes se hacían selfies sonrientes. Esa gente no merecía entrar allí.
Otro de los momentos más duros fue ver los macabros hornos crematorios y la cámara de gas, con sus perforaciones en el techo por donde echaban cristales de Zyklon B, el pesticida que mataba dos mil personas en quince minutos. La muerte era lenta y terrible. Espeluznante. Vimos cientos de latas vacías de esos mortales cristales azules, vimos las cámaras donde agonizaron miles de inocentes ¿Quién puede atreverse a negar esta masacre programada en cadena? En medio de ese horror un momento de alivio y satisfacción: contemplar la horca en la que colgaron al comandante del campo, Rudof Höss. Tras ser juzgado moría en el mismo lugar donde cometió sus crímenes. Al fin un poco de justicia. Dejamos Auschwitz I, pero todavía nos quedaba el plato fuerte de Birkenau, también llamado Auschwitz II. A pocos minutos de distancia entramos en un recinto de dimensiones colosales, inimaginables, era un campo que se perdía en el infinito. Las vías del tren pasan bajo la torre de entrada y las dos líneas paralelas se juntan en el horizonte en un efecto de perspectiva escalofriante.


En este campo inmenso los nazis tuvieron tiempo de destruir las cámaras de gas y los hornos para no dejar pruebas. En su lugar solo quedan montañas de escombros ennegrecidos; sin embargo, la mayoría de los barracones siguen en pie, en especial los de ladrillo. Los de madera exhiben una altiva chimenea que ha resistido el paso del tiempo.
Visitamos uno de mujeres. Fue de los momentos más tristes de la visita. Se venlas literas de madera donde dormían seis o siete personas en condiciones infrahumanas. Los niños habían decorado el interior con grandes pinturas murales, todas delicadamente protegidas con cristales por los conservadores del campo. Un niño que iba a la escuela, una niña que jugaba con una muñeca, un niño tocando un tambor…eran los sueños de cualquier niño en la pared de un lúgubre barracón, niños que en medio del hambre, la fatiga y tanta desgracia habían querido pintar. Me conmovió hasta lo más hondo, ¿habría sobrevivido alguno? Los niños no, los niños noooo, matar a los niños es matar la esperanza.
Todas las personas deberían ir una vez en su vida a Auschwitz. Es una lección de historia que ojalá no conviertan en parque temático de la memoria colectiva. Allí nos mataron un poco a todos los seres humanos que creemos en la libertad de credo y de ideas políticas. Auschwitz nos concierne a todos, es de todos y hay que preservarlo para que las generaciones futuras no repitan nunca una barbarie semejante.

Esta foto corresponde al momento de liberación por las tropas americanas del campo de Mauthaussen, en Austria, el 4 de mayo de 1945. Los numerosos prisioneros españoles, en su mayoría comunistas izaron la pancarta, prueba de su organización dentro de la clandestinidad.