Rafael Alonso Solís
Según la experiencia de los comentaristas, el sentido de la vista está dotado de un alto componente de relatividad, y nada es, exactamente, lo que parece. En realidad, no se trata de una característica particular de ese sistema sensorial, sino de todo el sistema nervioso, del cerebro, que nos engaña sin respeto alguno y nos induce a imaginar apariciones marianas en los días de calor, encontrar oasis en medio del desierto o confundir molinos de viento con gigantes. Al parecer –ya que uno no se percata con precisión del fenómeno– los ojos de los demás están llenos de minúsculas pajitas, que somos capaces de detectar a distancia y sin gafas, mientras que los nuestros suelen estar ocupados por vigas descomunales que, sin embargo, ni nos molestan ni nos impiden la visión. Ese curioso efecto forma parte de la subjetividad y tiene un asombroso potencial creativo, ya que abre las puertas al arte en todas sus manifestaciones. Es cierto que también facilita la confusión interesada y que arrastra unas connotaciones morales discutibles y, en ocasiones, de dudoso gusto. A veces, pero pocas, el proceso se invierte, y la paja y la viga cambian de sitio dependiendo del estado de ánimo. Tal vez por eso, como dijo Keith Richards, “puedes estar hecho una mierda, pero, mientras tengas un buen bronceado, todos piensan que estás en una gran forma física”. La confusión de vigas y pajas lleva a conclusiones diametralmente opuestas sin demasiada argumentación, como suele ocurrir con la interpretación de las sentencias judiciales que afectan a los partidos políticos, el análisis de los resultados electorales o la valoración de los éxitos y los fracasos, tanto los propios como los ajenos. Camilo José Cela, por ejemplo, después de haber conseguido el premio Nobel de literatura, se pasó varios años renegando de los méritos asociados al premio Cervantes –algo así como el Nobel en lengua castellana–, al que describió como “cubierto de mierda”, pero acabó recibiéndolo y dando las gracias con satisfacción. La relación de Cela con los premios siempre fue algo perversa y jamás le amargó un regalo. Cuentan que, en 1994, un año antes de recibir el Cervantes, andando escaso de fondos, llegó a un acuerdo con la editorial Planeta para llevarse el bien dotado galardón con la novela titulada La Cruz de San Andrés. Aunque la circunstancia de apañar el premio al autor elegido parece práctica habitual de los Lara, en este caso hubo una insistente acusación de plagio, ya que la novela de Cela fue presentada al premio el 30 de junio, el último día de plazo, y que críticos canallas y una juez de Barcelona encontraron en ella indicios de ser el resultado de un proceso, al menos parcial, de transformación de la obra de la escritora gallega Carmen Formoso, que había sido presentada dos meses antes. Es posible que con los plagios suceda algo parecido a la confusión visual de vigas y pajas, y se detecten fácilmente los que ocurren a distancia, pero resulten borrosos los cercanos.
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