Gabriel de Araceli

Reclama Venus, ¡oh, el amor!, a Adonis que no parta a la guerra. Tiziano. Ese escorzo, nalga y espalda que se enrosca cautivo en el pecho del guerrero porque sabe que se perderá en la batalla, que su pasión quedará en cenizas. Súplica, evidencia cruel de la tragedia, Adonis, Cupido dormido. Sin ti no queda nada. La espera al paso de los ciclistas semeja el triste final que, en un suspiro, nos aturde cuando los 180 atletas del pedal se cruzan en un segundo ante nuestros ojos incapaces de distinguirlos, como si una estela atravesase el cielo, apenas un relámpago. Dos horas antes la carretera se corta al tráfico bajo la atenta vigilancia de los municipales. Y Venus, ruborosa, aprieta contra su pecho el de Adonis, un instante más, otro instante eterno, amor mío. El helicóptero ronronea una hora antes sobre los cielos como si los labios de Venus susurraran al amante su atención. La construcción del amor, lentamente fogueado a besos tiernos. Y es un sinfín de motos de televisión, de prensa y coches lentamente desgranados en procesionaria hilera sin que de los ciclistas nada se sepa, se les espera. Ahora es Adonis el que, herido de amor, se abraza a Venus para darle un penúltimo abrazo y se enzarzan en duelo singular, mientras Cupido, ya despierto, dispara certero sus dardos emponzoñados. Y pasan más motoristas, la Guardia Civil infinita, con unas motos enormes que parecen bajeles atajando el mar de asfalto, y tendido en la pradera el sol pega con saña al espectador como exigiéndole valor y fe en los ciclistas venideros. Venus y Adonis se entregan al deseo y yacen revueltos en los mantos de Cupido, sin freno, sin descanso. Por más motazas que pasan, por más coches de enlace y camiones y helicópteros, caravana interminable, no hay rastro de los ciclistas, 30, 40 minutos de retraso. ¡Ay, Adonis, ay, Venus!, el amor es un trueno que se escapa entre las azucenas olvidado. Y llegan nuevos coches y sirenas de las motos y más furgonetas, pero de los ciclistas nada se sabe, quizás dormidos en el sol de holocausto que abrasa el septiembre madrileño. Venus y Adonis desenroscados, desabrazados, parte a la guerra él y ella, de amor herida, sabe que no volverá. Y de repente, tras la rotonda aparece una verbena de luces y de sirenas, más motos y más coches, y sí, ahora son ellos, por fin, los ángeles alados sobre caballos de carbono y tubulares y suenan los aplausos y los gritos de ánimo y una fina fila de pegasos vuelan raudos, tan guapos, tan jóvenes, tan amorosos, en apenas unos segundos sin que dé tiempo a distinguir siquiera al jefe rojo, centurión protegido por su legión de ángeles guardianes. Y eso fue todo, se terminó en un instante, como el amor, como el coito, abrazos entretegiendo la pasión desbocada. Y olvidada. Tristeza del amor consumado. Ganó Quintana.


Los ciclistas a su paso por Majadahonda, apenas un destello entre las motos.