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Periódicamente, al menos una vez a la semana, uno se enfrenta al reto sublime del papel vacío con la sensación de haber gastado ya todas las ideas, de haber abordado todos los asuntos, de haber abusado de todos los tópicos. Si cada autor escribe una única novela, aquélla que le contó su abuela cuando era niño, le da la vuelta y la impregna de adornos ambientales, convirtiéndola en retazos de historia individual o colectiva, es posible que cada articulista sólo sea capaz de escribir una única columna, a la que retuerce una y otra vez, alargando el remate hasta alcanzar la última línea, adaptando el contenido al estilo de moda, a la audiencia y al estado de ánimo. Con lo cual, simplificando hasta los límites del absurdo, puede que no exista más que una sola novela, lógicamente construida a partir de las combinaciones posibles entre las letras de la infinita biblioteca de Babilonia, y a la que las diferentes encarnaciones de un autor patrón consiguen darle una cierta sensación de diversidad, en base a la elegancia del ropaje y a la calidad y duración de los afeites empleados para su exhibición en sociedad. También una sola columna, inicialmente vacía, en la que conviven la lucidez y la vanidad, y la que, únicamente en muy raras ocasiones, adquiere la categoría de literatura, más allá del texto de trinchera o del cumplimiento de algún pago por servicios en vigencia.
Otra cosa es la poesía, pero ahí se precisa la participación de algo más, quizá de alguien, ya se llame duende o inspiración, gracia o kundalini, la extraña materia de la que están hechos los sueños y que cuando estalla llena el alma de luz, invade el papel con su condición de inexplicable y, también en muy escasas momentos, es capaz de parar el mundo –o, al menos, ralentizarlo– para darnos la oportunidad de bajarnos, aunque sea en marcha. En las practicas más tradicionales del yoga se enseña a meditar sobre la sílaba primitiva, el primer sonido de la creación, según los maestros vedánticos. En la Biblia se comienza por situar el origen de todo en el verbo, la vibración significante, la palabra, la cual se multiplica impulsada por una fuerza interior hasta dar lugar al resto de sus congéneres gramaticales, a las montañas, los mares y los ríos, los seres vivos, el ritmo, la música, el lucero del alba y la bomba atómica. Uno ya ha escrito en varias ocasiones la asombrosa capacidad de las letras para combinarse sin que nadie les marque el destino final, la inteligencia interior que les permite acabar alcanzando la categoría de palabras, y su papel global en la construcción de un mundo que sólo se explica hablando o escribiendo, ya sean trazos o conciertos, sagas o frescos, y que, a pesar de que periódicamente se quemen los libros en que han conseguido aparecer, se guardan con todo cuidado en los archivos acásicos y en el inmenso almacén de la memoria. Tal vez, en eso consista todo.
Rafael Alonso Solís
(Rafael Alonso es médico y catedrático de Fisiología en la Universidad de San Cristobal de la Laguna, Tenerife)
Foto superior: Grafitis en el jardín de Romeo y Julieta, Verona. Resto de fotos: barrio de la Alfama, Lisboa. ©Fotografías de Ángel Aguado López.