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Ama Rosa, Guillermo Sautier Casaseca, Kitin Nogueroles, Radio Madrid, Sociedad Española de Radiodifusión
«La Sociedad Española de Radiodifusión presenta: Ama Rosa. Novela original de Guillermo Sautier Casaseca. Con Juana Ginzo, José Fernando Dicenta, Matilde Conesa, Matilde Vilariño, Julio Varela y el gran cuadro de actores de Radio Madrid…»
A las cinco en punto de la tarde todas las mujeres del número 11 de la calle Antillón se reunían en el saloncito-dormitorio-trastero de la casa de mi abuela, frente a la radio Telefunken que los primos argentinos le habían regalado a mi papá por ser yo el primogénito varón y en un silencio sepulcral escuchaban, casi sin respirar, el serial radiofónico, la novela.
Allí estaban todas las vecinas de la escalera: la señora Misericordia, octogenaria, llegó a los cien años; su hija, la Julia, modista y casada con el Pedro, guardia civil por las mañanas y taxista por las tardes; mi abuela Luisa, siempre la conocí viejecita, viejecita; la Jacinta, recién casada con el Sandalio, el músico, que tocaba el clarinete en el Pasapoga; Pasaypaga, decían los castizos, entonces todos eran muy castizos; mi tía Luisa, que era novia del Miguel; mi mamá, Agustina, la Tina; la Natalia, que quería irse a Alemania con su novio fresador, que trabajaba allí en la Volkswagen; la Luisi, que aún estaba soltera; la señora Remedios, a su novio, miliciano, lo mataron hacía muchísimos años en el alto de El León, pero de eso nadie decía nada; la tía abuela Feliciana, inválida porque la atropelló un tranvía; la tía Juliana, viuda del tío Serapio; Marcelina la fea, unos culos de botella en los ojos, hija del tío Rascayú, un viejo malencarado de mirada torva, que decían, decían, que abusaba de ella; la señora Trini, que tenía un hijo barrendero empleado por caridad en el Ayuntamiento; la señora Casimira, cincuenta años, viuda de un jockey que falleció en un hándicap desdoblado. Por el patio interior subía un olor a repollo de la casa de comidas que ellas maldecían siempre:
«¡Huele toda la casa a coliflor, qué asco!» –chillaba mi abuela Luisa.
Sentadas en círculo sobre sillitas de tijera las mujeres remendaban calcetines, o zurcían ropas, o hacían punto, o no hacían nada, oído avizor a las declamaciones hertzianas. Mientras yo, un mocoso de cuatro añitos, me zampaba tirado en el suelo (no teníamos alfombra, nadie tenía entonces alfombras) una rebanada de pan con azúcar y mantequilla, una onza de chocolate Kitín Nogueroles y un plátano. Y desde aquel emplazamiento avanzado observaba con curiosidad inocente aquel mar de muslos regordetes, de patorras que se desbordaban sobre las sillas de tijera, las ligas a media pierna, las impecables braguitas blancas, algunas de perlé rizado por las que a veces se escapaban pelitos hirsutos que se agitaban trémulos, como oleajes al ritmo de los lamentos de la Ginzo. Aquello era como un regalo ofrecido a mi ingenuidad infantil, el único niño, ¡qué rico!, merendando golosón mi bocadillo de azúcar.
Después, con el tiempo comprendí que los besos, los pellizcos en mis mofletes y las caricias que tras la novela me propinaba la Luisi, que aún estaba soltera, quizás tuvieran que ver con el hecho de que ella se sentaba siempre más cerca de mí y era la única que no llevaba nada bajo la falda de tubo.
Gabriel de Araceli
La Luisi no sale en la foto