El relato siguiente forma parte del libro Historias de la patria media, de Adrián Mattera, que se presenta el próximo jueves, 29 de septiembre, en la Sala Matadero, Casa del Lector, Paseo de la Chopera, 14, Madrid.
Adrián Mattera
¿Quién dijo que el tamaño importa? Una hormiga también puede darte una lección. Para la hormiga pasar por debajo de una puerta e invadir una vivienda es un acto suicida. Sí, un acto ―nosotros diríamos ≪vehemente≫― que le conduce a introducirse en un entorno desconocido, que no sabe adónde le lleva, pero del que con toda probabilidad podría no salir. ¿Qué es lo que le decide a dar ese paso definitivo? ¿Qué es lo que le induce a entrar en un callejón sin salida? ¿Tal vez la necesidad de proveerse de alimento? ¿Es que no lo podría encontrar en cualquier otro lugar? ¿Por qué entrar en una vivienda humana, donde un zapato o un dedo pueden cercenar sus aspiraciones de un golpe certero? O acaso un insecticida asesino envenenarle la sangre con su hálito letal. Al contrario que el ladrón que irrumpe en una casa para robar y cuya intención es salir después con un alijo lo más grande posible, la intención de la hormiga cuando entra en un hábitat humano ―estoy convencido de eso― es no volver a salir. Entra porque sabe que allí le aguarda su fin; allí está el coloso gigante, descomunal, capaz de hacerle progresar en la cadena, en la larga cadena de nunca acabar, con su enorme índice. Sabe intuitivamente que aquel índice, que ni siquiera imagina porque nunca antes vio uno, se posará sobre ella como una roca que cae, sin hacer un ruido. Y el índice, que nunca antes tampoco ha visto a la hormiga, se detendrá un momento a pensar antes de cometer semejante atrocidad: matar a un ser vivo. ¿Es eso, acaso, algo antinatural? ¿Aceptas como índice que eres de la mano izquierda del hombre tu responsabilidad por la muerte de este frágil animal que la casualidad, o el azar, o el destino, han cruzado en tu camino? A veces la respuesta llega demasiado tarde y no hay dilema moral. Otras, el dedo acepta unir su destino al de esa diminuta criatura antes de aplastarla; solo entonces se da cuenta de que es la hormiga en realidad quien le ha elegido para culminar su vida. Y después, !zas! El hombre se mira el dedo, ve la hormiga adherida como una lamina diminuta a su piel y decide lavarse las manos. La sangre desaparece de sus huellas dactilares ―ningún humano le culpara por ese atentado a la vida―, pero el hecho ha sido almacenado en la despensa profunda del cerebro. Y aun no sabemos donde se alojan ni como se utilizan estos recuerdos ni en qué medida afectan al futuro. Pero una cosa es cierta: en la historia del mundo, esa que se escribe a cada momento con trazos invisibles en un libro de arena que nadie sabe dónde está, un índice y una hormiga han escrito, sin saberlo, una bella leyenda de amor, que nunca nadie leerá porque solo les afecta a ellos dos.