Gabriel de Araceli
La Arquitectura define el carácter y personalidad de la ciudad, encauza la percepción que de ella se tiene y gobierna las relaciones de las personas con el entorno urbano. Aliada con el Urbanismo interviene directamente en la vida del binomio ecológico habitante/ciudad, matrimonio singular, frágil y quebradizo, ambos son el nexo entre residente vivo y espacio físico, condicionando el devenir diario y las costumbres de sus pobladores. La actuación urbanística que promovió Georges-Eugene Haussmann en Paris, en los años 60 del siglo XIX, produjo una transformación absoluta de la urbe que fue durante décadas el modelo a seguir en las grandes capitales europeas. El Museo Guggenheim ha supuesto para Bilbao un cambio radical en la percepción que de la vieja y sucia ciudad portuaria se tenía, cambiándola por la idea de un lugar abierto, limpio y atractivo visualmente, lejos de la sensación herrumbrosa de chatarrería oxidada y hollín que antes se asociaba con la ría. En El Ciego, La Rioja, la Bodega Marqués de Riscal, obra como el Museo Guggenheim de Frank Gehry, ha transformado por completo la relación que sobre el negocio y exposición comercial del vino se tenía en la zona. Algo similar sucedió en Avilés con el Centro Niemeyer. O en las afueras de París con la Villa Savoye, la máquina de vivir, obra revolucionaria de Le Corbusier, que en su momento causó tanta expectación como controversia y polémica. Aún hoy, el ideal y obra de Charles Edouard Jeanneret es un paradigma cuasi filosófico a debate y estudio en las escuelas de Arquitectura.

En Madrid, unos edificios claros, a comienzos del siglo XX, que contribuyeron a su expansión como ciudad moderna y capital fueron las construcciones diseñadas por Antonio Palacios (1874-1945) y Joaquín Otamendi (1874-1960), que con los ejes urbanísticos Prado-Recoletos-Castellana, Calles Mayor y Alcalá, y Gran Vía supusieron una modernización y alivio espacial y vital a una ciudad estrecha, incómoda, fea y aquejada de antigüedad y oscurantismo. Ambos arquitectos, formados en la Escuela Técnica de Arquitectura de Madrid, dejaron un buen puñado de obras en esos años que contribuyeron al esplendor y al disfrute de la villa como un ente vivo, bello y ornamental. Sus ideas y proyectos forman parte del patrimonio arquitectónico madrileño. Hoy son admiradas como una contribución al avance de la gran capital para encontrar su lugar y referencia en la España invertebrada. Obras como el edificio de Correos, la sede del Círculo de Bellas Artes, el edificio de las cariátides de Barquillo, el voladizo de la entrada al metro en Gran Vía, o las posteriores (finales de los 50 del siglo XX) torres de la Plaza de España, obra de los hermanos Otamendi, forman un patrimonio en el que funcionalidad, belleza, eficacia urbanística y armonía entre el medio urbano y el ciudadano no están reñidas.

Y sería de justicia urbanística hacer referencia a los arquitectos de la generación del 25 que contribuyeron a hacer de la capital una ciudad habitable, aquellos como Arniches y Domínguez, o Secundino Zuazo, o Luis Gutiérrez Soto, o José de Azpiroz, o Manuel Muñoz Monasterio, o Ignacio Cárdenas, que con sus ideas y edificios contribuyeron a dar un aire de vida, belleza y acogida al viejo caserón manchego para sus habitantes.
Fotos de Terry Mangino (pinche sobre la foto para verla en grande)























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