Agustina de Champourcín

Soria, su Calle Mayor va de Antonio Machado a la niña Leonor. Bajo los soportales Gerardo Diego toma café y lee a Juan Ramón y a León Felipe. Y en un rincón, Dionisio le escribe a la vez versos de amor a Marichu y a la Von Podewils antes de que ellas se tiren de los pelos por sus magras carnes en la embajada alemana en Madrid. Fue en 1943. Ridruejo tenía un no sé qué que lo hacía irresistible a las señoras. Y a los intelectuales de izquierda. Contubernio él. Señoras bien llenan a la hora del aperitivo la plaza de Ramón Benito Aceña, algo así como la Puerta del Sol versión soriana, llena de bares y mesones. Toman rosado de Cigales o blanco de Rueda. Y torreznos. Y se miran entre ellas presumiendo de tipazos. «¡Ay que ver cómo está de ajada la Jimena! De nada le vale llevar un sostén Christian Lacroix», piensa para sí doña Elvira. «¡Por más que se vista de Prada la Elvira es un adefesio!», piensa para sí doña Jimena. Es sólo un momento en la eternidad castellana, a las cuatro de la tarde la Calle Mayor queda vacía y abandonada al silencio:

Soria está allí, por donde tuerce un río

y unas piedras se queman y un castillo

ha muerto en pie y un árbol amarillo

será cuerpo glorioso y está el frío…

Ridruejo, sí. Un tío con un par…

Por la calle Mayor de Soria marcharon camino del patíbulo Pascuala Calonge y su amante José Díez. Fue el 18 de abril de 1846. Su crimen fue matar al marido de ella. Y el castigo, el garrote vil. Al parecer, José Díez no se fiaba mucho de su amante y pidió que ella fuera ajusticiada primero, no fuera que le cargaran a él sólo el marrón y ella se fuera de rositas. Qué va, qué va. Gentes de toda la provincia presenciaron en directo el acontecimiento social, tan ejemplarizante como terrible espectáculo. Aquello fue como una final de la Champions. Todo Soria, la provincia más despoblada de España, asistió al dramático esperpento. Garrotazo vil. Pascuala dejó dos hijos de corta edad. «Era preñez, parto y fallecimiento del nacido. Así hasta cinco embarazos”. Esa fue la esclerótica vida de Pascuala», cuenta Rosario Consuelo, profe de la Universidad de Castilla. Si quiere saber más sobre tan luctuoso suceso léase su “Crimen y castigo de la reina de Tardajos”, que ella, doctora por Salamanca (asegura que don Miguel no formaba parte del tribunal académico que examinó su tesis, Cum Laude), se entretuvo en esclarecer. Casi una novela de terror al estilo Truman Capote. Pero este no ha sido el único crimen cometido en Soria. El 22 de marzo de 1953, el mendigo Carlos Soto Gutiérrez, procedente de Carabanchel, donde la cárcel, asesino y violó (profanó), por ese orden, a la niña de 13 años Purificación Tejero Jimeno, en Ribarroya, a siete kms de Tardajos. La Benemérita le pilló en un plis plas y el 5 de febrero de 1955 le ajusticiaron. Fue la última vez que se aplicó tan terrible castigo en Soria.

Leonor, protagonista a su pesar

Misterioso y silencioso

iba una y otra vez.

Su mirada era tan profunda

que apenas se podía ver.

Cuando hablaba tenía un deje

de timidez y de altivez.

Y la luz de sus pensamientos

casi siempre se veía arder…

¡Ay! ¡El gran Rubén!

Aún se preguntan los sorianos cómo puedo ser aquello del amor del, aún virginal, poeta con la niña Leonor. Como son parte del folklore y de la historia buena de Soria nadie se hace demasiadas preguntas. Porque ella murió siendo aún una niña. La tuberculosis. Porque incluso el Príncipe de las letras castellanas, Félix Rubén García Sarmiento, alias Rubén Darío, ayudó a don Antonio para que regresaran de París en 1911. De nada les valió, herida ella de muerte y él muerto en vida. Ay, Antonio, ay, Leonor…

El cabezón de Antonio es obra de Pablo Serrano . Hay otra copia igual en el Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

¡Primavera soriana, primavera

humilde, como el sueño de un bendito,

de un pobre caminante que durmiera

de cansancio en un páramo infinito!

¡Campillo amarillento,

como tosco sayal de campesina,

pradera de velludo polvoriento

donde pace la escuálida merina!

El dolor le duró toda la vida a don Antonio.

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.

Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.

Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.

Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

Y hay un san Juan que va por el Duero de san Polo a san Saturio. Ruinas y camino donde Antonio y Leonor hacían manitas inocentes y castas, hija ella de un sargento de la Guardia Civil. Los álamos y el olmo seco, como la vida que arrastró el poeta hasta su exilio final, en el fracaso universal y en el triunfo de la muerte.

Y hay un san Baudelio, no muy lejos de Burgo de Osma, la villa natal de Dionisio, que muestra las cicatrices que en su ermita dejó la codicia del expolio ajeno del arte propiciado por la ignorancia propia de sus moradores.

Y ahora hay poetas anónimos, a la ribera del Duero mi amor, te espero, camino Soria, que llenan sus paredes de proverbios y cantares efímeros que a don Antonio, en Colliure, ¡menudo jari por allí has organizado!, le hacen rebrotar una efímera sonrisa: «Allí me encontré en la gloria que no sentí jamás», recuerda. Y a Leonor, garbeando su palmito pinturero, presentir una felicidad desconocida que apenas atisbó, quizás nunca, en su inocencia de niña.


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