Carmelita Flórez

La vida y la muerte pintadas en la boca tenía Milagritos, la del Malvaloca, el burdel elegante de la madrileña calle de San Marcos que regentaba, donde la espichó, ¡en pecado mortal mientras follaba!, su eminencia reverendísima don Anselmo, obispo de Madrid. Corrían los años 20 del siglo XX. Monseñor no fallaba ni un solo jueves en su visita a Elvirita, natural de Sacedón, provincia de Guadalajara, muy pía y galana moza de buenísimo ver, que a cuatro patas sobre el colchón se abría de piernas para que entre ellas se acoplasen las del reverendísimo pater. Y se peía. Momento en el que, quizás por las esencias emanadas de aquel culo celestial, puro incienso, sin bonete rojo y desvestido de la sotana púrpura el prelado alcanzaba la gloria urbis et orbe. Tanto que el deceso lo contempló la Prelatura como una revelación divina y don Anselmo fue elevado de inmediato a los altares sin ningún género de dudas vaticanas. Madame Milagritos Moreno Domínguez falleció en Madrid en 1964, a los 84 años, sola y olvidada.

Menos suerte tuvo Benno Kähler, piloto nazi que el 9 de noviembre de 1942 también la palmó decapitado en Collado Villalba al estrellarse su Siebel SI 204. Una de las dos hélices de aquel bombardero que tantas muertes causaba en el frente ruso le cercenó la testa con precisión bávara. Eso le vino muy bien a Evelio, un vecino del pueblo serrano que pasaba por allí, que se hizo con la pistola Luger 9 mm Parabellum, el reloj del piloto y su cuaderno de bitácora como compensación por el susto que le dio el tremendo avión sobrevolando su cabeza mientras él apacentaba a sus vacas. Evelio consiguió quinientas pesetas por el cuaderno del aviador que le compró un intelectual. Qué hacía un piloto nazi en aquella España de la postguerra eterna nunca se aclaró.

Sin embargo, dos décadas después, las minifaldas de Mary Quant, cuatro centímetros por encima de la rodilla, que vestían dos ninfas adolescentes, decidieron al cura don Manuel, cual “Júpiter tronante”, a expulsar de la iglesia de Villalba a las chiquillas por lucir en su inocencia tan pecaminosa prenda. Bien le hubiera venido a don Manuel visitar alguna vez la Malvaloca y entablar conversación con Milagritos para comprender el mundo y saber de la vida.

Las radionovelas de Guillermo Sautier Casaseca fueron en los sesenta el único consuelo diario que muchas mujeres recibían de aquella sociedad machista del eterno franquismo. Y la emigración a Alemania —donde Benno Kähler — era la única salida para los alumnos formados como torneros o metalúrgicos en el Instituto La Paloma. Aunque la niña Soledad Fernández Ramos se iniciaba ya con sus pinceles y nunca imaginara que, hoy por hoy, es nuestra Roger Van der Weyden, una gloria del arte, una referencia internacional de la pintura que tiene su estudio a pocos kilómetros de Madrid.

Y además de todo eso, “La memoria de los Libros” es una introspección en la estepa vital de un pueblo madrileño, Collado Villalba, durante un siglo. Un tiempo en el que pasó de ser un villorrio séptico a una ciudad satélite de la gran capital. En sus páginas se muestra un escenario fenomenal de personajes e historias humanas que conforman un escaparate documental de las circunstancias que mueven la existencia de los hombres. “La Memoria de los Libros” es una hemeroteca fiel de sucesos cotidianos y de las personas que los vivieron, el bulevar de los sueños rotos que todo pueblo resguarda de la intemperie del tiempo, un testimonio notarial probatorio y un aviso de que conviene echar la vista atrás para comprender dónde nos encontramos y cuál puede ser el mejor itinerario para pasar con decoro nuestras existencias y no tropezar de nuevo en el mismo risco. Toda memoria es un desván lleno de risas y llantos de las generaciones precedentes cuyo único deseo era vivir en paz y disfrutar de un día de sol. Y también es un concentrado novelístico, que es cosa de leer el oficio que derrocha Alfredo en su memoria, que te pilla desprevenido y en un momento te engancha con sus fantasías y ya no hay forma de salirse de la historia hasta que acabas el libro, que como si de un miniaturista flamenco (de Flandes) se tratara, Alfredo Fernández Alameda pinta con sus palabras un retablo de hombres, lugares y costumbres donde se enlazan el pasado de la historia con la ilusión de un tiempo nuevo.

Presentación de «LA MEMORIA de los LIBROS» el pasado mes de junio en Collado Villalba.