Rafael Alonso Solís
En la memoria literaria de quienes comenzamos a leer en castellano, hay que reconocerle a don Alonso Quijano el privilegio de ser uno de los primeros que nos avisara de los riesgos de topar con la iglesia. Es posible, en su caso, que se refiriera a la versión católica y romana –única que se define a sí misma como santa y apostólica–, la que tenía más cerca y entre cuyos lodos ideológicos deberían moverse los caballeros andantes de la época. Aunque, teniendo en cuenta el amplio conocimiento de la vida y sus desgracias por parte de su inventor y maestro, particularmente las asociadas a las creencias religiosas –no hay que olvidar que Cervantes respiró, por lo menos, los aromas de dos religiones, y hay quien apunta a que tal vez hubiese una tercera–, puede que el aviso fuese genérico y englobase a todas ellas. Lo cierto es que en lo referente a este país uno siempre ha tenido la sensación de estar rodeado de hábitos y sotanas por todas partes, entrometiéndose con vulgaridad de comerciantes en los aspectos más temporales de la existencia, permitiendo y alimentando el flujo del odio entre congéneres si ello les beneficiaba, y representando la versión más cutre y tramposa de la espiritualidad. De esa forma, y con una indiscutible habilidad para mantener un negocio próspero durante siglos, los clérigos –de momento no hay clérigas, porque en el caso de la iglesia las mujeres tienen garantizado su papel como cocineras y camareras de hotel– han vivido de oficios tan bien escogidos como el ejercicio de la prédica, se han aprovechado de la lógica angustia que a los seres humanos les produce la imposibilidad de encontrar respuestas convincentes a las preguntas que bullen en su cerebro, y se han apuntado a los bandos ganadores de cada conflicto, con el cinismo de quien ha diseñado una moral específica para el control de la parroquia. Pocos espectáculos más repugnantes que los de aquellos curas gordos como cochinos que, tras la guerra civil española, levantaban el brazo en saludo fascista, sonreían melifluos cada vez que recibían al dictador y a su familia, y lo escoltaban bajo palio durante su entrada a los templos, en un gesto tan insolente como pueril. Por desgracia, parece nuestro destino topar con la iglesia –en su versión más rancia– una y otra vez, aguantar la desvergüenza de sus privilegios fiscales y contemplar como su intromisión en la vida de la ciudadanía sigue estando relacionada con sus propios negocios materiales. Ahora que la sociedad civil parece dispuesta a reparar alguno de sus errores, es la misma iglesia que ganó la guerra la que se ofrece a alquilar una suite mortuoria en el centro de Madrid, para ubicar los huesos del último dictador al que se rinde culto en la vieja Europa. Al final, va a ser el dinero el que decidirá el lugar de la tumba de Franco, tal vez cerca del ático desde el que Rouco Varela disfruta del aire de las Vistillas.
