Rafael Alonso Solís
En dos ocasiones he mencionado en esta columna a un ya célebre torturador, Juan Antonio González Pacheco, que ha conseguido convertirse en la representación de lo que fue la Brigada Político-Social y de su papel como brazo armado de la represión franquista. La primera vez, en 2013, la cita venía a cuento porque una jueza argentina había solicitado extraditar al ex policia durante una investigación sobre torturas. La segunda, en 2015, tras aparecer en varias fotografías y un video, mientras se escurría por las calles de Madrid perseguido por algún reportero gráfico, ansioso por cazar al trasunto del forajido con chapa. Hace pocos días, el ya ex ministro del Interior ha tenido la desverguenza de defender la legitimidad de la medalla de plata al mérito policial que, en 1977, le concediera Rodolfo Martín Villa, con su correspondiente pensión aneja, en forma de homenaje y desagravio por el asedio al que le sometían ciertos medios de comunicación. Hay que reconocer que no han sido muchos, y que, salvo en las ocasiones en que alguna de las personas que fueron torturadas por el matón pagado, González Pacheco suele pasearse tranquilamente por su barrio, y dicen que asiste a comidas y cenas en un restaurante de la Cava Baja madrileña, donde se reune con compañeros de carrera, probablemente pertenecientes en la actualidad al gremio de la seguridad privada, o militantes de esos grupos de investigadores de las cloacas que le pasan la información a Eduardo Inda. Al Billy el Niño histórico lo mato en 1881 Pat Garret –su antiguo amigo o compinche de correrías fronterizas–, en el rancho Maxwell, en Nuevo México, cuando solo tenía 21 años y el mismo número de muescas en la culata de su revolver.
La vida y el careto de William Bonney han pasado a la historia mediante un lírico y manipulado proceso de postverdad, gracias a las excelentes novelas de José Mallorquí –al menos en España–, y a la poderosa capacidad mitificadora del cine americano, que utilizó la prestancia de Robert Taylor, Marlon Brando, Paul Newman o Kris Kristofferson –este último en la maravillosa balada fronteriza dirigida por Sam Peckinpah en 1973– para dar imagen al vaquero esmirriado que fue Bonney. A la de González Pacheco le sobran la paga y la medalla –concedida “por su actuación ejemplar y extraordinaria, con destacado valor, capacidad o eficacia reiterada en el cumplimiento de importantes servicios con prestigio para el Cuerpo”–. Y le falta un desagravio que el Estado debe a sus víctimas, a todas las del franquismo, a las que Zoido faltó al respeto y de las que Albert Rivera se rió como un imbécil de salón en la misma sesión del Parlamento, tal vez porque no llevaba las gafas de ver españoles, sino las de cristales oscuros, que solo muestran hordas de separatistas, comunistas y populistas. Esperemos que la nueva legislatura vea aflorar al hombre o a la mujer capaces de matar a Liberty Valance y le quiten a Billy la medalla y la pensión.