Rafael Alonso Solís
Ya se ha citado en esta columna –y seguramente en más de una ocasión– la reflexión que hace Rafael Sánchez Ferlosio sobre la inutilidad de la batalla de Lepanto, en lo que se refiere a los intentos de los seguidores de Constantino el Grande al defender la superioridad del Cristianismo sobre el Islam. Las líneas de Ferlosio dan siempre para mucho, y por eso uno se copia a sí mismo cada vez que la inspiración anda cansada y poco luminosa. En ese caso le sirven para subrayar la perniciosa dependencia de la veracidad respecto de la religión. Según la visión religiosa, el verismo obtiene su condición de la autoridad de quien lo sostiene, que, a su vez, ha recibido el carisma directamente de los dioses que frecuenta. Lo malo es que la religión no es únicamente lo que solemos entender –en buena medida una suma de casullas, ceremonias y preceptos–, sino que se extiende a los intentos de otro tipo de predicadores por impregnarnos, no ya de una determinada ideología, sino de las ventajas del producto que sacan al mercado, del crecepelo de última generación. Si en el entorno religioso los sermones proceden –un suponer– de la revelación, de donde obtienen su condición de fuente de conocimiento fidedigna, en el mundo del mitin y el discurso político las cosas no difieren en demasía. Por eso estamos tan expuestos a contemplar los caretos de los vendedores de ideología de salón y aguantar sus gritos. Tal vez deberíamos transmitirles que no porque levanten la voz, gesticulen como energúmenos y enfaticen un compañerismo que nadie les ha otorgado, vamos a hacerles más caso, haciéndoles comprender que no somos marionetas sensibles a un único registro. Puede que, si dejamos de comportarnos como borregos a punto de recibir el forraje, podamos ejercer una infuencia recíproca y hacer la mínima pedagogía que precisan. Independientemente del autor, el elenco y la dirección de escena, el guión completo forma parte de un plan de acatamiento obligatorio, en virtud del cual la verdad es inapelable, sencillamente porque es la verdad que nos cuentan y que ha sido obtenida por revelación. He aquí, de nuevo, la condición religiosa del mensaje, el carácter profético de cada avatar, la gallina. Lo de menos es la posición en la escala de las ideologías. Frente a la reflexión en torno a ideas, la práctica de la prédica –ya se ejerza desde el púlpito, la plaza pública o a traves del plasma– se basa en que quien predica está en posesión de la verdad inapelable, lo que hace innecesaria cualquier explicacion o cualquier dependencia de las velidades del pensamiento libre. Escuchar cada día que nos llamen a gritos “compañeros y compañeras” o “queridos amigos” –según el barrio–, o aguantar esa clasificación por la que formamos parte de un ambiguo cajón de sastre al que denominan “gente”, es una demostración de que no confían en nuestra capacidad para entender un par de ideas sencillas. Más aún, que ni siquiera les interesa que las entendamos.
Otras tribunas de Rafael Alonso Solís
Coloquio sobre el Canto de la Raposa: Asociación de Periodistas Gráficos Europeos (C/ Maria de Molina 50), martes 30 de mayo, 13:00
Investigación sanitaria