Rafael Alonso Solís

En el anuncio de la concesión del Premio Nobel de Literatura a Robert Allen Zimmerman, la Academia Sueca subrayó que el bardo de Minnesota había creado “nuevas expresiones poéticas inscritas en la gran tradición de la música americana”. Más allá de la polémica que despertó el reconocimiento a Dylan por la belleza y el contenido profético de sus letras, y más allá de los tópicos, la referencia acertaba de lleno al señalar la marca indeleble de los clásicos. La misma que se puede apreciar en otros dos músicos –en este caso, recientemente desaparecidos– como Leonard Cohen y Chuck Berry, quienes, junto a Dylan, escribieran los ritmos populares más universales de la época, la banda sonora del siglo que se terminaba y con la que se anunciaba –o se recordaba– que los tiempos estaban cambiando. img071_webEl autor de Maybellene, Rock and Roll Music y Johnny B. Good había nacido en 1926, emergiendo desde las pandillas de St Louis y de Kansas City. Su tradición hundía sus raíces en África, y estaba hecha de una combinación entre el material de que se componen los sueños –El Halcón Maltés se publicó cuatro años más tarde– y el lamento cálido del Rhythm & Blues, aliñado con el  whiskey que nacía en las destilerías clandestinas para acabar en los garitos de Kansas y los salones de té del medio oeste. De todo eso debieron rescatarle su guitarra eléctrica y los consejos de Muddy Waters. Cohen, por su parte, había venido al mundo en 1934, y por sus venas debían correr los versículos del Talmud y los rigores del judaísmo más ortodoxo. A diferencia de los otros dos, el canadiense no comenzó su educación ni en la calle, ni en el reformatorio, ni en los tugurios de culto, sino en la Universidad de Mcgill, donde practicó el debate, hizo teatro, estudio música y escribió sus primeros poemas tras leer a Yeats, Whitman y Lorca. Los tres nacieron con una diferencia de ocho o nueve años –Dylan lo había hecho en 1941, “cuando la Segunda Guerra Mundial ya asaltaba Europa y los Estados Unidos pronto intervendrían en ella”–, y por lo tanto debieron encontrarse un mundo similar. Un mundo que, como Dylan recuerda en sus memorias, “estaba saltando en mil pedazos, y el caos recibía a los recién llegados con un puñetazo en la cara”. Una sensación parecida a la que debió tener Cohen al escribir: “he visto el futuro, nena: es un crimen”. La visión de Berry no podía ser ni tan lírica ni tan lúcida. Al fin y al cabo, no era mas que un negro, algo bufón, que triunfaba en un mundo de blancos. ¿O tal vez sí? Puede que donde los poetas blancos contemplaran un universo cambiante e inseguro –tan cambiante e inseguro como el que contempla cada generación–, el inventor del rock se encogiera de hombros y, como en el título de la canción que volviera a poner de moda el cine de Tarantino, pensara que You never can tell.