Rafael Alonso Solís

El cuatro de Abril de 2010 se celebró el centenario del primer golpe de la piqueta sobre el suelo madrileño, con el que el bisabuelo del actual Borbón formulase el gesto de iniciar la construcción de la Gran Vía. Concebido en alguno de sus afluentes y acunado por la música de Chueca y Antonio Flores, hace años que uno la ve como esas gaviotas despistadas que glosara Senante, un brazo de mar nacido en La Laguna y al que se llega en avión y  en metro. La paradoja consiste en que no es posible alcanzarla en barco, a pesar de ser toda una ría por la que circula la vida en estado puro y a la que hay que incorporarse contra corriente, desde las aguas de aluvión que se agitan en la Plaza de España y que anuncian el turbio apogeo que se adivina en la parte alta. Junto a la estatua de Alonso Quijano, comienza una mezcla de colores y acentos que han llegado a golpes de fortuna, como los salmones cuando van a desovar, cargando la maleta, la cesta con los chorizos o la bolsa del gofio por las duras rampas de la Cuesta de San Vicente. capito_webLa ría, entonces, se ensancha majestuosa y arrastra la marea de casquería urbana que se ha ido formando a partir del Mercado de los Mostenses, con los aromas de guiso pobre y recuelo sentimental que se asoman por los primeros garitos del puerto sin agua que es Madrid. Mientras la corriente avanza entre la nostalgia de alfombras rojas y bombillas fugaces, en la margen izquierda se han ido asentando poblados de supervivientes donde conviven librerías de viejo, lupanares de mala muerte e higiene de campaña, portales donde se mata por una dosis de melancolía o se intercambia algún sucedáneo del amor por un pico de arsénico. Un poco más allá, el convento de las Teresianas sobrevive rodeado de los burdeles en los que reinaran nombres célebres del sexo de pago –Paquita la de Triana, Chulita de Arrigorriaga o la mítica María Martillo—, muy cerca de la calle en la que Max Aub se adelantase a Cela sin alboroto. Ya de madrugada, los habitantes de la zona salen de las guaridas donde se cobijan y se juntan a la altura del edificio de Telefónica. A esa hora, en la que han cerrado las farmacias y sólo se encuentran preservativos reciclados, funciona una tertulia a pié de calle donde se discute sobre las virtudes del vicio y se venden papeletas para la muerte, mientras los artistas del trile comparten bebidas crepusculares con las últimas meretrices y los poetas del amor oscuro.

gran_via_web® Fotografías: Terry Mangino