Carmelita Flórez
Fotos de Terry Mangino
En un lugar de Castilla se ha reunido un concilio y sigiloso en sus sillas aguarda el público a Emilio. La plaza es lugar de encuentros, vecinos y forasteros, refresco para los cuerpos, calores y regocijos, abierta al entendimiento. En Sacramenia, extensa tarde flamígera de un domingo más de agosto, los murmullos se silencian cuando el orador, académico brillante y prosista distinguido, reclama con humildad un momento de atención y diserta, muy entendido, sobre el hijo de Cervantes. Y los convocados, veteranos asistentes disfrazados de domingo, le escuchan con gravedad y a la memoria les viene aquella lejana infancia, la lluvia tras los cristales, preguntando, media mañana en la escuela, señorita, ¿qué es la dicha, existe el bien, seremos como Narciso? Y ella les respondía: Abrid todos El Quijote, el Toboso, Dulcinea, Sancho Panza, los molinos, el cura y el bachiller, Dorotea, la cueva de Montesinos, sólo con tan leve esfuerzo llegaréis al paraíso.

No se le cuece el pan, o los sesos, a maese Emilio Pascual, recitador harto conocido por su sabiduría cervantina, cuando despliega ante la audiencia segoviana su retablo de títeres tan verosímiles como falsos, que todo cuanto recitan sus labios es aventura digna de ser contada. Y todos, tirios y troyanos, miran de la boca del declarador sus maravillas y se inflaman de embrujo quijotesco, tal vez porque la figura creada por el héroe de Lepanto, el de la mano engarabitada, aún suscita en el público oyente un misterio y pareciere que sus personajes novelescos tan descabellados se mezclaran entre el público e incluso les manifieste algarabías, comedias y chirimías que a todos seducen, ponen en razón y regocijan. No pasa el tiempo por don Quijote, no, no rebuznaron en balde el uno y el otro alcalde, pareciera decir el hidalgo, que todos corren felicísimos a oír los sabrosos menesteres y coloquios de don Alonso y su escudero que cuenta maese Pascual. Y aún llenos de disparates y de improperios se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración. E insiste maese Emilio ante el auditorio entregado en que el Quijote es como una cebolla cuyas capas va retirando gustoso para sí el lector: su ordenación como caballero andante; la aparición del escudero; la segunda salida; el lance interruptus con el vizcaíno; el encuentro en el Alcaná de Toledo con los cartapacios y papeles viejos donde se da fin al lance, todo un fundido encadenado cinematográfico; o la aventura de los yangüeses; o el malentendido de Maritornes, la asturiana fornida y fornicadora, cuando tras bizmar el acardenalado cuerpo del hidalgo, iba a refocilarse con el arriero y se precipita en brazos, equivocados, del caballero, en un anticipado menage à quatre sin que satisficiera a ninguno y, por el contrario, con harto padecer propio; o el manear a Rocinante que propicia Sancho para que no se espante en la jamás vista ni oída aventura de los batanes que con más poco peligro fue acabada por el valeroso caballero. Aunque mejor fuera no meneallo…

Y cuenta maese Emilio que fue tanta en vida del autor don Miguel su fama y la querencia por su obra caballeresca que, estando una vez el rey Felipe III, conocido tanto por sus escasos brillos como gobernante como por su escaso talento, asomado a un balcón del viejo alcázar vio que numerosos lacayos reían sin parar en los jardines de la no aún ahora llamada Plaza de Oriente y fue tanta su curiosidad que preguntó a su valido, ya saben, aquel duque, el mayor ladrón de España que para no morir ahorcado se vistió de colorado, que de qué reían y tanto aquellos serviles escuderos. A lo que el purpurado contestó: “O están locos o están leyendo el Quijote”.
Y habla maese Emilio de la vida aventurera que le tocó arrastrar al hijo del barbero huyendo de la Justicia a los veintidós años por haber herido a espada a un albañil de su majestad el Rey Prudente, que puso rumbo a Italia al servicio del cardenal Acquaviva, que contaba a la sazón veintitrés años. Y de las desventuras que le tocó vivir en Argel y de sus cuatro intentos de huida. Y del tiempo que residió a su pesar en Valladolid rodeado de mujeres, “las Cervantas”. Y relata maese Emilio que don Miguel aparece sobre 1600 en Madrid, en el ahora llamado Barrio de las Letras, teniendo como vecinos y enemistades a Lope de Vega y a don Francisco (Quevedo) con los que todo eran pleitos verbales y descortesías mutuas. Y de su menguada salud y aspecto lastimero, un viejo para la época, que no contaba sino con seis y eso mal acondicionados y peor puestos (los dientes). Y…
Y aunque el público celebra admirado la sabiduría de las palabras que ha pronunciado, maese Emilio, de natural sobrio, sabe que sólo es un titiritero que se ha servido del feliz entendimiento y esforzado trabajo del alcabalero de Alcalá para dar gusto a la concurrencia y que los aplausos que recibe de los vecinos de Sacramenia al acabar el teatrillo no son tanto para sí como para los títeres de don Miguel. Y a él y a su empeño de escribidor se los debe y con sabiduría a sí mismo se dice:
“Llaneza muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”.

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