Lecturas de verano (III)
Agustina de Champourcín
El Mississippi, el Congo, el Mekong, el Amazonas, el Orinoco, el Tajo, los ríos por los que navegan las vidas de los hombres en busca de un destino favorable, de una razón de ser, de conocerse a sí mismos, de desvelar los secretos que arrastramos desde la creación, vidas salpicadas por las corrientes, los peligros y las tormentas que gobiernan la existencia de los pequeños alevines humanos. El Mississippi, el cauce por el que deambula errático Huckleberry Finn en busca de una entidad, de un carácter extensible a toda la nación adolescente que recorre mientras forja su personalidad. Un texto que encierra la mayoría de tópicos que ahora reconocemos como Made in USA, sus paisajes de película, sus hombres y sus ritos.

Mark Twain, pseudónimo de Samuel Langhorne Clemens (1835-1910), publicó Las aventuras de Huckleberry Finn en Inglaterra en 1884, tal vez aupado por el éxito anterior que le supuso “Las aventuras de Tom Sawyer”. Y tal vez para curarse de las considerables pérdidas económicas, una ruina, que le creó su actividad empresarial como fabricante de máquinas de impresión tipográfica, su primera profesión. Navegando por sus páginas aparecen esos estereotipos que identifican a los hijos del Tío Sam y sus valores democráticos, encarnados por el actual presidente de los USA y su corte de vasallos serviles. Bufones todos ellos muy similares a los personajes que Huckle descubre en su travesía por el caudaloso río. Una fauna de criaturas inocentes asaltadas por buscavidas, feriantes, racistas, pícaros, sinvergüenzas, truhanes y bergantes salidos de la emigración proveniente de Europa y de la esclavitud arrancada de África son el cauce por el que, aguas arriba y abajo, sin rumbo, sin pausa, sin puerto, se desliza pausadamente la balsa, la canoa, la novela de Mark Twain.
Y que ahora conforman las señas de identidad del America for the Americans, como anticipándose a la actual política del Make America Great Again que abraza con fervor el inquilino extravagante de la Casa Blanca. “Los seres humanos puede ser espantosamente crueles los unos con los otros”, dice Huckleberry, tal vez refiriéndose al racismo que la novela describe y en su afán por liberar al viejo Jim, un hombre libre tan solo unas millas arriba. Y que, a poco, millas abajo, queda atrapado en las redes de la esclavitud, la pobreza y la xenofobia.
Travesura tras travesura, la novela deambula por un humor absurdo, a veces sin sentido, casi grotesco, tal vez justificado por la personalidad del destinatario inicial, el público infantil al que iba dedicada la novela. El lector se sumerge en esa algarabía de situaciones y personajes rocambolescos, en esa feria de figurantes folklóricos que están conformando una nación sin brújula ni derrotero y navegan a merced de la corriente.
Y como colofón y arribada a buen puerto triunfa la amistad entre el niño blanco, Huckleberry, y Jim, el viejo esclavo negro que lucha por ser un hombre libre.
El río Támesis, el primero que aparece en el navegar de Marlow-Willard en su búsqueda del agente colonial-coronel Kurtz, desaparecido en la jungla impenetrable del río Congo. Ese cauce acuífero que ampara ¡el horror!, el colonialismo brutal que ejecuta la Asociación Internacional para la Exploración y la Civilización de África, fundada en 1876 por el rey de Bélgica Leopoldo II. “Hablando llanamente: saqueó el país”. Territorios indómitos que ahora asaltan los ejércitos privados del Kremlin para expulsar a sus habitantes hacia Europa y desestabilizar el estado del bienestar del Mercado Común. Visita que emprende Joseph Conrad (1857-1924) en su viaje iniciático por el África negra en 1890, uno más en su larga vida de marinero y aventurero por todos los mares del globo.

Es ¡el horror!, El corazón de las tinieblas que Conrad escribe como una catarsis purificadora para eximirse de las barbaridades que el mercantilismo europeo perpetra en el continente negro. Para redimirse del tráfico de esclavos, cuando no matanzas de nativos que ha visto en la selva, para enunciar el ambiente hostil que hay entre los mismos empleados de la compañía colonial, encargados de expoliar todas las riquezas africanas posibles, para denunciar las terribles penurias en las que se encontraba la población nativa masacrada por la codicia belga. El viaje por el río es la intromisión en la selva desconocida, impenetrable, tan tenebrosa como los europeos que en ella se adentran.
Una prosa, la de Conrad, espesa como esa jungla que oprime al aventurero. Tal vez debida a su origen ucraniano, por su tardía adopción del inglés como lengua literaria, por sus dificultades para hablarlo que le hacían preferir el francés. Su lenguaje es fantasmal, granítico, impostado, tenebroso como la selva desconocida, aventuras narradas por un conductor-protagonista que a veces se expresa en tercera persona y otras, a la vez, en primera sembrando la duda y el desconcierto y aumentando las dificultades de comprensión en el lector. Una obsesión en la ausencia-presencia de Kurtz, el fantasma que dirige en las tinieblas el destino de los seres que le rodean, juguetes rotos en sus manos. Marlow aprisionado por las garras del fantasma selvático invisible; Marlow percibe sobre sí mismo el espíritu tenebroso de Kurtz, siente en su piel la esclavitud con sólo nombrarlo: ¡Kurt, el horror, Kurtz, el horror, Kurtz, el horror! Y se libera en parte de ese temor opresivo al, ¡por fin!, conocerle personalmente, al hablar con un espíritu esculpido por su miedo. Una pesadilla que dura todo el viaje, todo el ascenso y descenso por el acechante río Congo. Marlow horrorizado, Kurtz, el horror.
La influencia narrativa que “El corazón de las tinieblas” ha tenido en autores actuales es enorme. Coppola se basa en el viaje fluvial del libro para componer muchas secuencias de su Apocalypse Now (versión de 1979 y la posterior Apocalypse Now Redux, con montaje renovado de 2001) Le rinde un homenaje a Conrad a través de sus antagónicos protagonistas: Willard-Kurtz, Martin Sheen-Marlon Brando. No se comprendería la película de Coppola, el viaje de ascenso por el río Mekong, sin la existencia del cuento de Conrad: es el colonialismo, el desprecio a las poblaciones autóctonas por las que se entromete el hombre blanco, la esclavitud, el deber en el cumplimiento de las órdenes emanadas de la sinrazón a las que alude la novela, todas presentes en la película de Coppola.

Bob Dylan también se sirvió de “El corazón” para su disco “Desire”, en su canción “Blac Diamond Bay”. Vargas Llosa se refiere a la explotación genocida del rey de los belgas en su libro “El sueño del celta” a través de su personaje Roger Casement, que recorre un itinerario fluvial similar al de Marlow.
Y también, el fantasma de Kurtz está presente en “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”, la novela de Ramón J Sender escrita en 1964 sobre aquel personaje brutal, terrible y despiadado, Lope de Aguirre, en su travesía por el Amazonas en busca de El Dorado. Libro que inspiró a su vez “Aguirre la cólera de dios”, película de Werner Herzog de 1972, estudiada por Coppola, un rodaje interpretado por el malvado Klaus Kinski. Kurtz-Kinski, Aguirre-Kurtz, Aguirre-Kinski, un personaje tenebroso, depravado y tan siniestro en el cine como lo era en persona en la vida real.

Y no se puede olvidar la película de Carlos Saura “El Dorado”, producida en 1988 e interpretada por Omero Antonutti en el papel del vasco Aguirre en su descenso sanguinario por el Orinoco.
El Mississippi, el Támesis, el Congo, el Mekong, el Amazonas, el Orinoco… los ríos por los que transcurren los anhelos de los hombres hasta transformarse en pesadillas.
(Continúa en El río que nos lleva)
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