Con el viento solano (crónicas de verano I)
Gabriel de Araceli
Quizás el ser humano encuentra placer o consuelo al conocer la miseria y bajeza personal que arrastran sus congéneres criminales y por eso lee con avidez las crónicas de sucesos, como un preventivo que le lleva a pensar que él no es así. Que él quiere a su pareja y no es violento como el vecino con el que comparte escalera, un extranjero, dicen, un individuo huraño y esquivo que acaba de salir en los papeles o en la tele porque ha matado a su mujer. O que jamás abusará de menores como el personaje nauseabundo que violó y dio muerte a un niño de nueve años al que raptó en un parque de La Rioja a la vista de otros niños. La lectura de la crónica negra de los periódicos tiene un cierto aire de prevención y revulsivo, un antídoto que nos inmuniza contra las horribles actuaciones que el hombre realiza contra los otros hombres. Homo homini lupus. O es que cuando lee sucesos busca explicación a los comportamientos inexplicables que continuamente suceden en la sociedad industrializada y tecnológicamente avanzada de la que él es parte. O quizás sólo sea el morbo y la perfidia de conocer las terribles aberraciones que un humano es capaz de cometer cuando su naturaleza depredadora y hostil se impone a la razón de la convivencia o de la ley.

El semanario EL CASO nace en 1952, en plena autarquía, en una España pobre y hambrienta que aún no se ha recuperado de la destrucción producida por la guerra del general Franco, sometida a la moral católica castrante y con una censura férrea que impedía el ejercicio de la información plural y libre más allá de la directamente emanada de las directrices de la dictadura. Aún no se ha firmado el Concordato con el Vaticano (agosto de 1953) ni las relaciones con USA (después, septiembre de 1953) y el aislamiento internacional incluso había impedido que España se beneficiase del plan de ayuda americano que inundaba Europa de queso blando y créditos duros para el desarrollo. Los United States of America se enzarzan en una guerra en Corea para salvar al mundo del comunismo. Y en Guadalix de la Sierra, un pueblecito de la sierra madrileña, unos alumnos aplicados de la Escuela Oficial de Cine ruedan “Bienvenido, Míster Marshall”.

En ese ambiente de pocas luces y muchas sombras viene al mundo periodístico el semanario EL CASO, con gran éxito de lectores desde el primer número. Esa realidad turbia y oscura de la maldad humana y sus crímenes se pasea desde la primera página de la publicación y prende en el público gracias a un lenguaje sencillo pero melodramático y recargado de epítetos y frases rimbombantes que teatraliza más aún los terribles sucesos que recorren sus páginas. Despliega un lenguaje para porteras y modistas que lee el empleado de banca, el sereno, el ama de casa, la pescadera del mercado de abastos, el mancebo de la botica, el dueño de la taberna, el hortera de la mercería, la dueña de la pensión, el guardia de la porra, el periodista ilustrado del monárquico diario ABC o el policía armada que presta servicio en la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Porque en EL CASO está relatada la vida cotidiana, y mayoritariamente la muerte de todos los días, la miseria y la desgracia prendidas en la boca de las que todos se quieren inmunizar. Sus páginas todas las semanas están llenas de noticias de violencia contra la mujer, víctimas de crímenes horripilantes a lo largo de toda la geografía patria, muchas veces prodigados por maridos o novios bárbaros con un sadismo impropio de un país civilizado y cristiano donde reinan la mano dura y los curas, que invita a pensar en que estos lodos que ahora nos embarran, y que la ultraderecha niega, proceden de aquellos polvos. Y hay constantes referencias a terribles accidentes de circulación (una plaga de aquellos años de carreteras pavorosas y vehículos ruinosos), explosiones de gas grisú en las minas asturianas con docenas de mineros muertos, accidentes de aviones, viviendas que se derrumban, presas que se colapsan provocando riadas incontenibles, crímenes de vecindad o pasionales, robos a taxistas y gasolineras, buscavidas pelanas, golfillos malencarados de barriadas pobres y marginales, delincuentes derrumbados, proxenetas marcando paquete o mujeres “golfas” con dos amantes. Especial referencia se hace de los delitos cometidos por gitanos, abundantes en las páginas, a los que se trata como un género específico, el “vendaval gitano”, expresión racista que calaba favorablemente en los lectores sin apoyo alguno hacía los calés.

Con anterioridad, la ejecución de Julián Grimau, el 20 de abril de 1963, se trató con un número especial casi monográfico en el que se exponen los vicios del malvado comunista, clandestino en Madrid, y su carrera de crímenes contra la bondad del régimen político de su Excelencia que justifica su merecida condena. Puig Antich y el polaco Heinz Chez, los últimos ajusticiados por garrote vil del franquismo, ocupan un número entero, en marzo de 1974, donde, además, se da información detallada sobre las características técnicas y mortíferas inestimables del artefacto patibulario. Sin embargo, previamente, en 1959, no hubo ninguna referencia a la ejecución de la tristemente célebre envenenadora de Valencia, Pilar Prades, una pobre mujer analfabeta que mató a sus dos amas pensando que así accedía al bienestar que le negaba su origen humilde, sentencia cumplida en mayo de ese año y por el mismo procedimiento bárbaro, el garrotazo heredado de Fernando VII. Quizás la censura impidió que se diera a conocer por ser mujer. Algo que no sucedió con el gran despliegue que acompañó a la detención, juicio, sentencia, recursos y ejecución gloriosa de José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris, alias el Jarabo, a lo largo de 1958 y 1959. Durante varios números las noticias del Jarabo, su origen aristocrático, sus relaciones familiares con magistrados del Tribunal Supremo, sus juergas y saraos con prostitutas y flamencos por los prostíbulos de la Gran Vía y el ambiente del Bar Chicote despertaban una admiración y una envidia popular en los lectores que EL CASO se encargaba de electrizar aún más si cabía exaltado la figura del vividor enamoradizo y simpático asesino, que cursó estudios en el nobiliario colegio El Pilar. Quizás fuese para el humilde lector de EL CASO un revulsivo, una forma de consolarse y deducir que el origen no predispone al éxito, que incluso con buenos principios y buenos colegios un ciudadano con posibles puede acabar en el arroyo. Un alivio para la conciencia de aquella portera que leía las noticias vigilando de reojo el acceso a la finca. El semanario consiguió un éxito de ventas extraordinario, vendiendo más de medio millón de ejemplares en esos momentos, recordemos, 1959. Número de ventas que no conseguía veinte años después a diario ni el periódico de referencia de España durante la Transición, época dorada del periodismo.

El morbo, el crimen ajeno, el castigo y la contrición del delincuente llenaron las páginas del semanario durante sus 45 años de vida. Dos Españas, dos historias complementarias, dos mundos diferentes, dos realidades casi inimaginables que se desarrollaron en tan escaso período de tiempo. Etapas que fueron desde la pobreza y miseria que dejaba en los lectores de periódicos y en todos los españoles la autarquía falangista hasta el advenimiento de los tecnócratas del Opus Dei; desde la década del Contubernio hasta la Ley de Prensa del ministro al que le cabía todo el Estado en la cabeza; desde aquel pequeño paso de Armstrong tan grande para la humanidad hasta la voladura de Carrero Blanco; desde las lágrimas de Arias Navarro anunciando a los españoles la muerte del jefe hasta las primeras elecciones democráticas en junio de 1977 (menos de dos años después, ¡un gran paso para España!); desde el comienzo de la Transición hasta los 350 Km/h del AVE de la Expo y la Barcelona olímpica; desde el premio Nobel de Camilo José Cela hasta el advenimiento al poder por mayoría simple del vaquero chiquitín con las botas en la mesa de los tres de las Azores. Fiel a su deber de informar EL CASO permaneció publicándose hasta el 24 de septiembre de 1997. La televisión basura había hecho años ha su entrada apocalíptica en las ondas periodísticas y los teleculos y teletetas de los espaguetis y demás grupos empresariales se hicieron dueños de las pantallas. Al lector le resultaba más cómodo encender la tele que leer un periódico. El lugar de EL CASO lo ocupan ahora las televisiones privadas que dedica una tercera parte de sus informativos a la propagación de sucesos y chismes, no necesariamente ciertos ni con la calidad del semanario. Y EL CASO, 2444 números después, echó el cierre con un número dedicado a lady Di, una víctima más del periodismo amarillo, fallecida en París unos días antes perseguida por una legión de paparazis que buscaban pienso dulce para lectores universales, tal vez leyendo escondidos sus noticias en la penumbra de una portería. El crimen de Alcácer, un enigma aún por resolver, figura también como noticia en el último número. Ya nadie lee periódicos, se informa con telebulos y los lectores se creen todos los fake news. EL CASO, fue bonito mientras duró.







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