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Carmelita Flórez

El caminante siente una extraña sensación cuando pasea por estos pueblos burgaleses vacíos, como si tras las ventanas cerradas, tras las puertas clausuradas, tras los anuncios de escombros en venta, en el interior de las fachadas ruinosas, desde el fondo oscuro de los desvanes unos ojos invisibles le observaran, le censuraran el atrevimiento de invadir un paraíso ajeno. Deben ser los espíritus de sus antiguos pobladores que le reprochan que con sus pasos altere la paz ganada en tantos años de abandono, que vigilan que esa memoria se mantenga oculta y ajena a su curiosidad. Es el deterioro del tiempo. Sólo los gatos se detienen inmóviles al descubrir al extraño y le afean con su mirada felina la impertinencia de sus pasos hollando un santuario.

Hay más gatos que vecinos en Barrio de Díaz Ruiz, pedanía de Briviesca. Ocho humanos. Incluso el sepulcro de Juan de Velasco y doña Mencía de Rada, condes de Revilla, que se encuentra en el interior de su iglesia del Salvador, obra de Juan de Bueras, tasado en su época en 12.000 reales, tallado en fino alabastro en 1591, está vacío. No hay restos en su interior, no hay nada. Fue un homenaje póstumo encargado por su familia castellana, los notables Velasco, pues el destinatario, don Juan, capitán general de la Armada de Indias falleció en el mar Caribe, cerca de La Habana en 1578 y sus huesos nunca se encontraron. María Luisa, habitante de este pueblecito burgalés, se ha puesto un martes sus galas de domingo para servir orgullosa de guía a los forasteros que visitan sus dominios. ¡Ay, qué bien suena su acento recio castellano! Parece un despropósito que tan extraordinaria talla sepulcral no contenga nada, ni los restos de un naufragio. Un presagio a finales del siglo XVI, reinado del rey prudente, Felipe II, anticipándose o anunciando el deterioro de una Castilla que con su imperio ultramarino y sus ansias de riqueza vertebró España y quedó después invertebrada, orteguiana, en ruinas tras la pérdida colonial. Como ese blasón torcido sobre la portada del palacio ducal, erigido para gloria de otro Velasco, bastardo, torcido de nacimiento a su pesar.

Marciano contempla el tiempo detenido en Barrio de Díaz Ruiz.

 Marciano, 42 años de camionero, marido de María Luisa, se alegra de conversar con los forasteros que irrumpen festivos en su calle siempre vacía. Unas frases con los visitantes para recontar sus paseos en su viejo Barreiros por toda la vega burgalesa transportando trigo, corderos churros, patatas, piensos… El placer de intercambiar conversación con los viajeros en su lengua pronunciada con la exquisitez secular de Quevedo, de Juan de Yepes, de don Miguel de Cervantes, de Moratín… Música celestial para los oídos atormentados de oír la turbamulta de barbarismos y exabruptos que invade ahora el habla de los urbanitas abrumados.  ¡Que tengan ustedes un buen día, caballeros del pedal!

Cementerio de Hermosilla.

La ermita románica de san Facundo se alza orgullosa camino de Hermosilla. Su imponente espadaña parece un faro que indicara el buen rumbo. Hermosilla, Barrio de Díaz Ruiz, silencio y memoria. Vidas pasadas reposando en el camposanto.  

Briviesca es la cabeza de partido de La Bureba, 7800 habitantes entre sus cinco barrios. Repoblada la última década con inmigración procedente de Marruecos y ahora con la colonia sudamericana. Tiene ferrocarril, camino de Francia, desde mitad del siglo XIX. En su estación del tren ubica Galdós el encuentro tumultuoso de los personajes de su 40 Episodio Nacional: “La de los tristes destinos”. Teresa, la protagonista femenina, declara su pasión carnal a un Santiago Ibero abrumado, el protagonista masculino. Es el comienzo de un gran romance que continuará por el sur de las Galias y llegará a París, donde se fragua la revolución comandada por Prim, que supondrá la segunda huida de los Borbones, el exilio de Isabel II del trono de España, septiembre de 1868. La Gloriosa. El tren, el camino por donde transita la libertad. Volvieron, los Borbones. La Bureba parece anclada en la historia. Por aquí nunca pasó la revolución.

Briviesca, Virovesca: Via de Hispania a Aqvitania. Ab Asturica Burdigalam. Monasterio de Santa Clara, retablo tallado por el maestro Pedro López de Gámiz, empezado en 1551, madera de nogal sin policromar, esculturas monumentales que reducen a la humildad, a la contemplación, por su negrura, por su grandeza, al visitante. Capillas, sepulcros, figuras sacras, grandes ofertas de salvación a precios regalados; rebajas, todo a cien, por un plato de visitas la santidad perpetua: “Los que visitaren esta sagrada capilla ganan todas las gracias e indulgencias que están concedidas a todas las iglesias i altares de la santa ciudad de Roma que son infinitas en gran manera i quantas beces entraren rezando lo que quisieren ganan indulgencia plenaria i remission de sus pecados…”, está escrito en uno de los retablos de la colegiata de santa María. Visitaren, futuro imperfecto del subjuntivo. Visitaren. Visitarían, uso del condicional en lugar del pluscuamperfecto de subjuntivo; hubieran visitado, confusión en el habla de Sancho de Azpeitia, el vizcaíno (de la que se mofa Cervantes en el capítulo VIII de don Quijote), error de riojanos y navarros. Tiempo verbal en desuso, como el placer de escuchar el silencio de los claustros de Briviesca.  

Imagen del retablo del monasterio de Santa Clara. obra de Pedro López de Gámiz, en Briviesca, empezado en 1551, aún sin policromar.

Soto de Bureba apenas tiene una casa habitada, pero tiene cura. Su joya, la iglesia románica del siglo XII (1176) ha sufrido el paso del tiempo tanto como las reformas poco afortunadas de su interior de muros de ladrillo-visto para evitar su ruina. Destaca por su portada con tres arquivoltas labradas con motivos didácticos-religiosos para inflamar de fe y temor cristiano el corazón de las almas simples. El cura, Stefano, muestra la iglesia. Él y dos más tienen la misión de evangelizar a sesenta pueblos de La Bureba. El cura Stefano viene directamente del Vaticano, de Roma. Sería como un fichaje galáctico importado de fuera, dadas las pocas vocaciones sacerdotales que afloran por la comarca. Muy cerca se encuentra Navas de Bureba, mucho más poblado que Soto: 20 habitantes. En su iglesia románica (construida sobre 1233), otra joya, destaca el retablo barroco del siglo XVII, más propio de una catedral y sorprendente para un pueblecito tan pequeño. Ah, santa Águeda muestra en un rincón, en bandeja de plata sus tetitas amputadas. Pobrecita, disminuida en sus encantos de mujer.

Portada románica de la iglesia de Soto de Bureba.

El tiempo se ha detenido en los relojes callejeros de Poza de la Sal. Antiguo asentamiento romano representa, según dicen sus moradores, un compendio de tres cielos: el cielo de La Bureba, a 700 m de altitud; el diapiro de Poza, a 750 m de altura, las fuerzas tectónicas de la madre Tierra desatadas; y el de Páramo de Masa, 1176 m. El tiempo es perpetuo en la iglesia de san Cosme y san Damián. Construirla llevó cinco siglos y aún hoy está en obras de restauración. Luce cinco retablos excesivos que hablan de la riqueza de esta villa tan salada. Poza de la Sal rinde homenaje a Félix Rodríguez de la Fuente, su más universal vecino. ¡Ay, aquel amigo de los animales que se nos marchó una semana santa, hace ahora 45 años! Los lobos, sus lobos que Félix convirtió en corderitos y que ahora quieren matar nuevamente con la venia escopetera de los políticos, cazar 51 lobos en Cantabria y 41 en Asturias. Pero ¿qué han hecho los lobos para merecer tan trágica suerte? ¿No sería mejor destituir a esos 51 más 41 políticos negacionistas?, parece preguntarse Félix desde las estatuas que le han dedicado en su pueblo. Poza de la Sal, 200 habitantes y sólo tres niños en edad escolar. El año próximo sólo habrá uno. Poza de la Sal llegó a producir en 1853 seis millones de Kg de sal, 6000 toneladas, 16,4 toneladas por día. ¿De verdad se producía eso? Ahora, en su trazado reticular de calles resuena sólo el alboroto de los visitantes apresurados. Félix, vuelve, te necesitamos, tanto como a los lobos.

El reloj no marca las horas en Poza de la Sal.

Los espíritus se refuerzan por los caminos y los cuerpos reclaman sustento y atención. Arona Gassama, chef y maestro culinario, ha venido de Senegal a Oña para premiar en su restaurante, Blanco y Negro, los paladares del viajero. Tras el caviar de berenjena o el yassa poulet (pollo a la brasa con arroz jazmín de Tailandia, cortado dos veces) es más fácil afrontar la visita al monasterio de san Salvador de Oña, enhiesto surtidor de piedra y talla que acongoja al cielo con su arte. Excesivo monumento dedicado a las negrituras evangélicas con imágenes penitentes de cristos llagados y sangrantes y vírgenes acuchilladas en el corazón de sus tinieblas. Un claustro con jardín interior, silencioso, recoleto redime al caminante de las fatigas lacrimosas de las tallas religiosas, de sus rostros descompuestos y agónicos, de sus expresiones macilentas. Oculos habent et non vident. Hágase la luz.

Oña, Poza de la Sal y Frías forman un triángulo mágico, la mancomunidad Raíces de Castilla. Frías se yergue victoriosa sobre una loma, parecería el espolón de un trasatlántico adentrándose en el océano de las montañas del desfiladero del río Molinar, en Tobera, yacimientos de la roca toba. Sus casas colgadas simulan cuadros cubistas expuestos en un museo. Sus calles son galerías abiertas invadidas por el frenesí viajero de los forasteros, ávidos de callejeo y bulla. Desde el puente de mando de su castillo, alzado en el siglo XV por los Velasco, se divisa el abismo de un mar de tejados y caminos venturosos. Una peña futbolística del Athletic cuelga sus atributos deportivos, sus ikurriñas a la entrada del lugar. La proximidad de Bilbao, de la Rioja, de Navarra, de Santander ha convertido Frías en un pueblo heterodoxo, reclamado como trofeo de caza inmobiliaria donde asentarse los vecinos vizcaínos remisos a los nacionalismos. Un lugar en la Bureba, el silencio frente al mundanal ruido. El río Ebro, apenas un bebé, discurre próximo a Frías. Un puente del siglo XIII permitía cruzarlo bajo el pago de un pontazgo, derecho de paso a otro lugar, a otra realidad, a otra probabilidad de conocimiento, a la convergencia de lo cierto. Ex convergentia probabilitatum exsurgit certitudo. Es el río que nos lleva por la vida. Hay que pagar por transitarla.


Fotos de Terry Mangino