Rafael Alonso Solís
Es de suponer que pocas horas después de la redacción de esta columna, el Parlament de Cataluña tome la decisión de continuar desplegando las leyes que ha ido aprobando durante las últimas semanas. Ni lo habrá hecho con limpieza, ni considerando más que el punto de vista de una parte de la ciudadanía a la que representa. Puede que no les quepa otra, aunque ya haya quien piense que han ido demasiado lejos o demasiado aprisa, y aunque Andreu Mas-Collel –el consejero de Economía anterior a Junqueras, inventor del modelo ICREA y creador de la Universidad Pompeu Fabra– haya avisado con prudencia. Hoy mismo, Immannuel Wallerstein recordaba –e Ignacio Ramonet lo reproducía en las redes sociales– la afirmación de Donald Trump en su discurso en Naciones Unidas de que había sido elegido para defender la soberanía de Estados Unidos. Pero, ¿qué es la soberanía? ¿Significa lo mismo para Trump que lo que significaba para Nelson Mandela? Seguramente significa lo que queramos, lo que desee enfatizar la persona que enarbole el concepto, lo que mejor justifique la intención de quien la escriba o la pronuncie. Para Wallerstein –uno de los referentes del movimiento antiglobalización, junto a Chomsky y Bordieu, y un anunciador del declinar de la hegemonía estadounidense desde los ochenta–, no es otra cosa que un mito, “uno que tiene diferentes consecuencias en diferentes momentos del sistema-mundo”. Como tantas palabras diseñadas por la especie para comunicarse ideas y establecer un diálogo, una que puede tener tantos significados como deseen sus usuarios, y que solo la posición moral con la que se utilice puede otorgarle sentido y recorrido hacia el futuro. A lo largo de la historia de la humanidad, y gracias al proceso de encefalización, hemos ido inventando palabras o las hemos recibido de los cielos en raros momentos de inspiración. Puede que las palabras constituyan una cima, a veces inalcanzable, cuando forman parte de la poesía, cuando se nos aparecen como visiones emergiendo del cuarto oscuro o cuando nos resuenan en la cabeza con su música callada. Sin embargo, aunque fabricadas con los mismos elementos, construidas con las infinitas letras que se encuentran ordenadas en la biblioteca de Babilonia, se convierten en pedradas cuando son manejadas por los constructores de ideologías de batallón, por los dirigentes políticos o por los diseñadores de opinión interesada. Como también señala Wallerstein en su artículo, “nuestro juicio moral depende de la totalidad de las consecuencias, y no del mito de la soberanía”. La visión del sociólogo neoyorquino tiene especial relevancia porque buena parte de su obra intelectual y de su compromiso han estado relacionados con los conflictos africanos postcoloniales y con la evolución de la economía capitalista en el seno del sistema-mundo. En estos días y en los que están por venir –que seguramente serán peores, como hace tiempo augurara Ferlosio–, hemos visto cómo se utilizan las mismas grandes palabras en forma de clavos ardientes con que torturar al adversario. Una tortura que ha partido de ambos gobiernos. Por eso sobran.
Con el talento a que ya nos tiene acostumbrado en sus peteneras, el admirado Rafael Alonso nos regala una especie de ensayo acerca de la soberanía nacional. ¿Qué es?, se pregunta. Y a partir de ahí parece querer justificar su ya decantada equidistancia con el independentismo catalán.
Apoyado en su ágil pluma y en sus indiscutibles conocimientos científicos y literarios, cita y cita personajes y discursos que amparen su eclecticismo, en el que me parece atisbar un cierto complejo de culpabilidad.
Este Rafael, con cuyo ideario he venido coincidiendo, me recuerda a aquel doctor Zhivago, que cantaba a la primavera mientras Vasílievich y Trotsky, entre otros, ponían fin a las tropelías de los Romanov a base de fusilamientos.
Hay momentos en que es preciso mojarse, tomar partido…, porque como dejó escrito Celaya, «Nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno». Parece que Rafael ha preferido, en lugar de mancharse con el barro de la contienda, viajar a Úbeda para darse un paseo por sus cerros.
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Pues sí, soy equidistante. Y eso me cuesta que desde ambas orillas me puedan calificar de «nacionalista español» o de «ecléctico» (lo primero es una gilipollez, y lo segundo lo acepto). A mí no me dice nada la palabra España, más allá de ser el país en que he nacido, en el que vivo, en el que trabajo y por el que distribuyo mis excreciones. Pero soy capaz de entender que se lo diga a otros –a unos España, a otros Cataluña y a otros el Valle del Kas–. Siempre recuerdo un cuento que me contara hace años Francisco Alburquerque –un activo dirigente estudiantil en los sesenta y luego profesor de Economía, aficionado a canturrear fandangos en algún garito especializado de Malasaña. Aunque lo recuerdos se me confundan, se trataba de un hombre tirando de un carrito, que se dirigía en dirección perpendicular a una carretera o a dos vías paralelas por la que circulaban dos trenes –o algo así–, que se movían en sentidos opuestos. Los maquinistas le decían al del carrito que en esa dirección no se iba a ningún sitio, y que tenía que decidir si iba en alguna de las dos de los trenes. El del carrito les dijo que ya lo sabía, pero es que no quería ir a ninguno de los dos destinos de los trenes, sino a otro, al suyo. Y siguió cruzando las estepas (creo que el cuento era de origen chino). Como no soy nacionalista, sino todo lo contrario, me resultan absurdos los sentimientos patrióticos y me fastidian todas las banderas. Como soy pragmático, creo que los dos gobiernos –legítimos, mal que me pese–, o los dos bandos, llevan mucho tiempo haciéndose trampas en la partida. El español porque se cargó la posibilidad de un estatuto que estaba aprobado y consensuado, y al que las referencias al marco constitucional no le ha impedido –junto con el primer partido de la oposición– cambiar esa Constitución en 48 horas, con una llamada telefónica, y que ha tenido que esperar hasta hace dos días para aceptar hablar de ello. Y el catalán porque miente cada día que habla, retuerce la historia, se inventa heridos y carece de argumentos intelectuales sólidos. A mí me la suda que Cataluña se quede en España o se vaya. Si pudiera escoger preferiría lo primero y esperaría que los catalanes contribuyeran con el resto a constituir gobiernos de izquierda o centro izquierda, porque creo que ésa es la posición mayoritaria de la ciudadanía de este país. Pero si la mayoría justificada de los catalanes así lo pensara, cualquier solución debería empezar a negociarse con tranquilidad y ponerse de acuerdo. Me temo que la posición del PP y de Ciudadanos son las más electoralistas de todas. Si mañana se hacen elecciones, ambos derechas subirán en votos, y en cualquier caso gobernarán juntas. Rajoy parece tonto, pero no lo es, y sus movimientos están calculados cuidadosamente en esa dirección. Aunque no sea nacionalista, aunque no entienda los conceptos de nación, patria, etc., aunque crea que los ideólogos del independentismo catalán –no los que se lo creen– son una pandilla de tramposos, no puedo estar de acuerdo con lo que ahora se llama bloque constitucionalista, sin más. Por eso estoy con el chino del carrito y con Gil de Biedma, y por eso siempre he pensado que si hubiera más poetas que políticos la política iría mejor.
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Don Tancredo 3; España 0
Bajo ese aspecto sombrío de oso perezoso que don Tancredo exhibe por donde quiera que va se esconde, sin embargo, una calculada estrategia. Esa torpeza de lector parlamentario a la que aúna la pobreza de su oratoria y la incapacidad de responder a preguntas más allá de las apuntadas en su chuleta de plasma, esa antipatía huraña y ese desgarbo con que se mueve son una máscara en la que se esconde para desarrollar los verdaderos objetivos para los que ha sido elegido por esa cúspide, esa cofradía oculta, ese sistema empresario-financiero que verdaderamente gobierna el país desde siempre. En esa aparente parsimonia de no hacer nada que todos le critican ha conseguido para su causa un éxito sin precedentes. Hagamos un pequeño análisis.
Primero
Siendo un político anodino y sin ningún carisma lleva gobernando el país desde hace seis años. Un gobierno perseguido por la corrupción del partido que le apoya, lleno de personajes imputados en numerosísimos casos delictivos sin que, don Tancredo, se haya visto sometido jamás a control judicial. Sin hacer nada, ha conseguido que gran parte de la población de Cataluña identifique la corrupción del PP con la imagen de España. Los independentistas han caído en este juego ingenuamente. La imagen de corrupción del PP se ha diluido, la imagen de España sí se ha erosionado. Primer éxito para don Tancredo.
Segundo
Si tras tres elecciones sus aspiraciones a continuar en el gobierno de la nación habían descendido, la crisis catalana le ha aupado de nuevo a ser el candidato con más posibilidades de vencer en unas hipotéticas elecciones. Lejos de escaldarse por la presunta participación en hechos delictivos ha agitado el truco de las banderitas, consiguiendo que una gran parte de la opinión pública identifique la unidad nacional con su gobierno y el orgullo de ser español, español, español. Además, con la crisis catalana los partidos opositores no han logrado sino evidenciar sus contradicciones y sus problemas internos. Sin que don Tancredo moviera un dedo, ellos se han desangrado.
Tercero
Gracias al debate nacional que ha suscitado el independentismo catalán ha conseguido acallar las graves decisiones que su gobierno ha realizado en la última legislatura. Asuntos tan graves como la imposibilidad de que el Estado recupere el rescate bancario han desaparecido de la actualidad. O como la asunción de responsabilidades estatales en el caso de las autopistas radiales privadas en quiebra que su gobierno ha socializado. O la reprobación del ministro de Hacienda por la amnistía fiscal rechazada por el Constitucional, o la también reprobación del antiguo responsable de Interior, o el de Justicia. O la cuestión, entre otras, de constitucionalidad de la ley mordaza, recurrida, o la Reforma Laboral. Asuntos de los que nadie se acuerda, ocultos por el vocerío que se ha desatado agitando el españolismo roji-gualda.
Ese caballero de la triste figura con gafas no es tan gafe como parece, juega muy bien sus cartas.
Sí. Don Tancredo 3; España 0.
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