Gabriel de Araceli
Don Franciscooo te miraba desde sus gafas de concha y sentías un vértigo indefinido por aquella introspección de la que eras objeto, como si te examinara un entomólogo y uno no fuera sino un mosquito al que iban a traspasar con un alfiler. Y el torrente opaco de su voz no dejaba lugar a dudas: fonación cóncava y grave del engolado apunte literario con el que adornaba sus crónicas mundanas. La garganta profunda de las letras. Hacía gala de narcisista, se gustaba a sí mismo interpretando el papel de relator displicente de la noche madrileña, todos querían verse reflejados en sus palabras de acíbar y seda. Spleen de Madrid. Los que no eran nadie soñaban con acaparar un artículo, un titular de don Francisco, Crónica de esa guapa gente: memorias de la jet, una frase apenas que los encumbrara por un día en el cenáculo de la fama efímera. Y don Francisco esgrimía su pluma en la última página de los lunes, siempre fiel a su Olivetti Lettera, como si tecleando con ella se defendiera de los fantasmas remotos de su infancia escondida en una posguerra de hijo de soltera.
Porque don Francisco era, en el fondo, un niño que necesitaba el amor anónimo de sus lectores, o la crítica acerba de sus detractores envidiosos a los que ignoraba. Desde el hechizo de sus palabras se había construido una fortaleza de libros y crónicas en la que se refugiaba en busca de la paz interior. Y aquella mirada altiva y la voz ronca no eran sino un disfraz con el que ocultaba su tragedia, la pérdida del hijo adorado. Mortal y Rosa. Dandi, cañí, snob, elegante y áspero castellano de provincias, ¡cuántas tonterías se decían de él! Don Francisco era eso, un gran escritor incidental de la última página de los lunes, tejía un entorchado de palabras para aprehenderlas en los cinco minutos que la indiferencia de un curioso leía en el metro, camino de comprar el pan. Un mosaico de novelas, de ensayos, de observaciones críticas de una celtiberia que se disfrazaba con pantalones de pinzas, La guapa gente de derechas, o felpudos nunca antes vistos, Las jais, por exigencia del guion para modernizarse de la caspa manchega, la historia cotidiana de un tiempo en el que soñábamos que seríamos felices, la transición. La postmodernidad le vino grande a don Francisco, o sería la estupidez de los nuevos tiempos de emprendedores que le zancadillearon para tirarle por la borda porque no querían que nadie les mentara las conciencias. Releer a don Francisco es sumergirse en las inquietudes de una época que nos ha dejado, sin comprenderlo, una tribu de malhechores que nunca imaginamos. Si hubiéramos sabido que el amor era eso…
Hoy hace diez años que falleció Francisco Umbral.

Francisco Umbral en su casa de Majadahonda, Madrid, mayo de 2000. Fotos de Ángel Aguado López
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Para el psicoanalisis
Umbral influyó en mis gustos literarios de juventud. Esa teatralidad que gustaba de aparentar distanciándose del espectador era en el fondo una timidez inducida por su infancia de hijo de madre soltera provinciana. Y su miopía, que era un truco que él desplegaba con habilidad para despertar en las señoras sentimientos maternales —en consonancia con lo anterior— y le acogieran en su seno: ¡pobrecito, indefenso ante lo que no ve de la vida! Su historia de amor con su chica de siempre, siempre me ha intrigado. María España era la esposa-madre, hacía esa doble función, le permitía aquellos devaneos erótico-festivos, todos apócrifos, y después le acogía en su seno materno. Umbral me sigue gustando a pesar del tiempo y tuve el honor de fotografiarle en su casa de Majadahonda. Aquel reportaje fue estupendo.
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