Agustina de Champourcín
El espectador que asistía en el Museo Thyssen a la exposición de las obras de Jackson Pollock y Andy Warhol dudaba entre si aquellos cuadros que veían sus ojos eran arte o eyecciones intestinales de un gran mamífero (no olían). No entendía nada, por más que releía los juicios de los sesudos críticos que se explayaban en argumentos elogiosos de los artistas encumbrando “los espacios figurativos y abstractos representados en los lienzos de ambos pintores como diálogos y no como antítesis que empiezan a fluir y hacen que el espacio tradicional se tambalee para volverse rastros y vestigios que consiguen que, al acumularse en capas, las repeticiones rompan la noción aceptada del espacio y construyan una visualidad compartida en la cual no es sencillo diferenciar qué es sólo abstractizante y qué se rige por la pura figuración en la obra de estos dos nombres clave en el arte del siglo XX”.

A aquel espectador algunas obras de Warhol le parecían sacadas del cubo de reciclaje de las pruebas mal entintadas de una imprenta artesanal. O los ensayos de sobre o subexposición de un fotógrafo aficionado buscando el número f adecuado para impresionar el papel de gelatina de plata con su ampliadora casera para economizar gastos. Pruebas y pruebas de fotos repetidas sin foco, objetos aburridos sacados de un trastero, sin orden, sin concierto, sin interés, sin contenido, sin calidad gráfica… Ah, pero era… ¡Warhol!

Total, que se subió a la primera planta del museo y allí se encontró con el “Arlequín” de Picasso y con “La ninfa de la fuente”, de Lucas Cranach el Viejo. Apenas un boceto. Cuatro líneas de grafito sobre un papel desnudo y aquella figura de Venus le parecieron suficientes para diferenciar lo sublime de lo humano, para dudar de la figuración abstractizante como genialidad expresiva, para confirmarse que el genio era eso. Y fue así que halló la razón para reconciliarse con el arte puesto en duda por la subversión de las perspectivas marcadas por los espacios de Warhol. Permaneció largo tiempo observando la obra de aquellos dos pintores, era como si la anterior telaraña frondosa del abstraccionismo figurativo se le cayera de sus pupilas, como si, de golpe, lo comprendiera todo, como si se le hiciera la luz y su epidermis se electrizara de efluvios felices que le devolvían la fe en la inspiración, sintió como que una felicidad balsámica le recubría la epidermis confundida por los malabarismos sin tapujos entre las abstracciones de Jackson y los rastros figurativo de los territorios intermedios en la captura de la realidad espacial de los objetos en compartimentos estancos de Andy, como que recuperaba la paz y la confianza en el arte.

Y aún flotaba de júbilo aquel espectador anónimo cuando, de amor curado por Picasso y Cranach y henchido de gozo, ascendió a la segunda planta del Thyssen y se dejó guiar por su instinto y ansia de belleza. Y hete aquí que, de pronto, se encontró frente a santa Catalina de Alejandría, que con su mirada perdida le llamaba a acercarse a su seno y compartir con ella, íntimamente, el gozo por lo divino. Y el espectador, de amor herido, se aproximó a la mujer que con rostro sereno le requería desde el lienzo y deslizó sus ojos por los ojos de la bella, por sus labios encendidos de promesas, por su cuello de seda forjado, por sus manos hacedoras de caricias, por sus cabellos de seda repujados. «Hízome Michelangelo Merissi, Caravaggio, con apenas veintisiete años, pendenciero, se marchó muy pronto de este mundo, pero su obra perdura, resiste y se abrillanta con el paso de los siglos y se antepone a cualquier especulación o filosofía. La belleza es tan sencilla como sentirla cuando me contempla un espectador que como tú tiembla de emoción y frente a mí su espíritu se serena porque ha comprendido que el arte es esto: no sentir dudas sobre la felicidad que un cuadro te entrega al contemplarlo», escuchó que le decía Catalina.

La tarde avanzaba, anochecía cuando el espectador abandonó el Thyssen y se encaminó por el Paseo del Prado. Santa Catalina de Alejandría, Caravaggio, el arlequín de Picasso, la ninfa de la fuente de Lucas Cranach el Viejo… Hizo memoria. No recordaba qué pintores había visto en la planta baja.
Fotos de Terry Mangino









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