Lecturas de verano II
Agustina de Champourcín
Con mucho humor podría calificarse como asombrosa la obra novelística de Enrique Jardiel Poncela. El lector que se atreva a sumergirse en su prosa corre el riesgo de sentirse asombrado, tanto por la creatividad deslumbrante de sus palabras como la incoherencia absoluta de sus significados. Valentía, perseverancia y tenacidad son las actitudes mínimas necesarias para abrirse camino entre las páginas de sus novelas, o antinovelas como él las denominaba, así como con su teatro.
Y para adentrarse en la lectura de “Amor se escribe sin hache”, su primera novela, publicada en 1928, a sus 27 años, se requiere una fuerza de voluntad propia de aquellos héroes aventureros y románticos que se embarcaban en naos diminutas dispuestos a dar la vuelta al mundo. Entre genialidad y locura, entre estrambótica y absurda, entre disparate mayúsculo y refinada creación innovadora podría ubicarse esta ¿novela? que desde la primera página se mueve en el terreno fangoso del desconcierto y la sorpresa y deja al lector exánime y equivocado, sin respuesta ante el asombro imprevisto que brota de cada párrafo, de cada página. Son tropiezos constantes e inesperados los que surgen de sus palabras, el héroe que las cruza, inasequible al desaliento, se enfrenta a un aluvión de sorpresas que ponen al límite su paciencia y su capacidad de aguante de consumidor de letras. Jardiel se mueve a lo largo de 300 páginas por el alambre del funambulista de las letras y saca constantemente de su sombrero de mago conejos literarios desconcertantes.

Un prólogo a modo de advertencia, o explicación, previene al aventurero intrépido de lo que se va a encontrar. No olvidemos, estamos en el primer tercio del siglo XX. Resalta un epígrafe, “El amor y las mujeres”, que abunda en la duda sobre la presunta misoginia del autor, y advierte al audaz explorador de que se adentra en la comedia amorosa, casi como si le esperara una burla al género romántico, una sucesión de trucos que parodian las novelas rosas.
Incluso su formación académica parece contradictoria. Nacido en Madrid en 1901 cursa estudios primarios en la Institución Libre de Enseñanza y Liceo Francés, dos escuelas progresistas y pedagógicamente innovadoras, para continuar en los Escolapios de la calle Hortaleza y acabar en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. Vivirá a lo largo de su mediana existencia, 50 años de vida, los graves acontecimientos que marcaron de negro la historia de España: regencia de María Cristina; reinado de Alfonso XIII; guerras africanas; dictadura de Primo de Rivera; “dictablanda” de Berenguer; huida de Alfonso XIII; proclamación de la República; Guerra Civil; la terrible posguerra y la dictadura franquista. Podría decirse que pertenece al movimiento artístico del 27, ese momento glorioso de las letras, del arte y del pensamiento que concitó en Madrid a las mentes más granadas de la crema de la intelectualidad. Poetas, cineastas, arquitectos, dramaturgos, músicos, médicos, filósofos, pintores, escultores, toreros, pensadores, hijos de papás, contertulios, vagos… todos ellos en el tramo que va de la Residencia de Estudiantes al Hotel Palace pasando por el Café Gijón, el Café Pombo o el Café Granja El Henar que renovara Martín Domínguez.

“Amor se escribe sin hache” se escribió enteramente en esa atmósfera de tabaco, tertulias y cafés fríos, como el autor se encarga de recordar en la novela, o antinovela. Compañeros de veladas de Jardiel eran Ramón Gómez de la Serna, o Edgar Neville o Miguel Mihura. Y a ellas asistían a veces Valle Inclán, Pedro Muñoz Seca, Azorín, Pérez de Ayala, el ingeniero Joaquín Otamendi o Gregorio Marañón.
Tan destacado como incomprendido dramaturgo, sus comedias le aportaron fracasos estrepitosos y éxitos memorables: “Eloísa esta debajo de un almendro”, “Los ladrones somos gente honrada”, o “Los habitantes de la casa deshabitada” fueron algunos de sus éxitos llevados a la gran pantalla que contribuyeron a grabar su nombre en la nómina ilustre de los autores teatrales.
La bohemia inspira las páginas de su “Amor se escribe sin hache”, corre viajera por París o Madrid poblando la antinovela de una fauna divina de protagonistas estrafalarios, escenas surrealistas y situaciones asombrosas, irreales, confusas e hilarantes. Tal vez como el mismo autor, reflejado en el protagonista, Zambombo, toda una declaración de lo que se va a encontrar el temerario explorador que se adentre en los territorios de Jardiel, el gran dramaturgo del absurdo.
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