Carmelita Flórez

Ernest apuró su tercer bourbon camuflado entre la multitud que llenaba el Paseo de Coches de El Retiro. Martha Gellhorn le esperaba junto al ángel caído de Ricardo Bellver. Dos Passos evitó el encuentro refugiándose en la motora del estanque. Nunca comprendió que Ernest le negara su apoyo para esclarecer la desaparición de Robles Pazos. Los enamorados se besaban frente al monumento de Alfonso XII. ¡Te querré siempre!, le decía Benicio a Rosalinda, que sabía que era mentira, que tenía otra, pero… ¡el beso era tan dulce! Javi Javichy, especialista en risas, llamaba a su perrito Bruno al orden. Bruno se refugió en las manos de Amanda, de siete años, venida del Ecuador y aún sin regularizar papeles, su mamá. Hey Jude d’ont make it bad cantaba una multitud de sinfónicos nacidos en mayo del 68 en la pradera enfrente de la Cuesta de Moyano. ¡Estos jóvenes!, pensaba don Pío Baroja con cara hipocrática desde su monolito de bronce. Igor Gnomo le extraía con sus caricias todos los lamentos íntimos a su guitarra brasileira acompañado de la voz de Aroa Fernández, aquello era un derroche de gusto. ¡Ay, la música al servicio del placer! Allí arriba, en lo más alto, Aniceto Marinas miraba a una mujer que perdía su mirada por el estanque. Sí, su figura le sabía a yerba de la que nace en el valle, era como una mujer perfumadita de brea, perfecta para figurar en su monumento a La Libertad, junto a la de aquel rey que murió de tanto amar.

—No sé, Ernest, —le dijo la Gellhorn— tal vez si nos fuéramos al Florida —el hotel— podríamos alegrarnos esta tarde tan apacible retozando sobre las sábanas. Aún te falta escribir la mejor de tus novelas y la puedes escribir sobre mí.

—Me parece bien —dijo Ernest.

El Retiro era una fiesta.


Fotos de Terry Mangino


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