Agustina de Champourcín. Fotos de Terry Mangino

Correr, correr, correr para evadirse del tiempo, de la angustia diaria, de los males de uno mismo. Tal vez para huir de la existencia cotidiana anclada en la parsimonia de la monotonía de todos los días. La Maratón, la carrera imposible. Disciplina autoinflingida, perseverancia de zapatazos sobre el duro pavés como latigazos que pusieran a prueba la autoestima, fustigarse el esqueleto en cada paso, penitencias de sudores y agujetas, sufrimiento físico infinito, voluntad de no rendirse, catarsis redentora de los males del cuerpo y de las penas del alma.  42.195 metros de duro penar para confirmarse en la depuración del espíritu.

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Correr la maratón, épica de adrenalina, surtidor de ácido láctico bloqueante desbordado por las venas, torrente de cansancio infinito gozoso, baño de locura colectiva, de recogimiento íntimo. Ejercicio monacal de reclusión interior, de reflexión dolorosa. La Maratón, esa procesión que abarrota las calles de la capital de penitentes fervorosos del cansancio, arrastrando sobre sus espaldas su cristo lacrimoso de zancadas como puñales, de llagas en las plantas de los pies clavadas al madero del asfalto ciudadano, como si declamaran una saeta colectiva en honor del santo esfuerzo. Filipides de barriada exclamando jubilosos el grito de triunfo al llegar a su Atenas, a su meta: ¡Alegraos, nos vencimos!