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Carmelita Filípides

Un año es el período de tiempo que hay entre una San Silvestre y otra. O entre el momento en el que los corredores se forjan ilusiones de cambios radicales en sus hábitos y se someten a la tortura de trotar, ¡condenados!, sobre el asfalto para conseguir un cuerpo de portada del Vogue, los olvidan por completo y el momento en que vuelven a la carga, allá por el mes de octubre, pensando en recuperar el tiempo perdido y emprender una nueva vida saludable. Aunque sea sólo para comer a destajo y cebarse como ibéricos la cena de nochevieja.

Sí, el recorrido de la San Silvestre Vallecana lo dice todo. Ya se sabe, del Madrid galáctico del Bernabeu de Florentino al campo ruinoso del Rayo; del paso por la calle Serrano, con el Ramiro, el Magariños, la histórica Residencia de Estudiantes de Buñuel, de Dalí, de Lorca, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la residencia del embajador francés, el piso de Ava Gardner, la embajada americana, la iglesia de Carrero Blanco, la Puerta de Alcalá, la Cibeles, el Thyssen, Neptuno, el Museo del Prado, el Botánico, Atocha… hasta desembocar en el Puente de Vallecas y subir por la Avenida de la Albufera, donde se hacinan miles y miles de emigrantes latinos (ahora se llaman así, antes eran sudamericanos) en condiciones de supervivencia básica. Dos madriles opuestos unidos por una noche a golpe de zapatazo.  

Una marea amarilla, un tsunami de alborozo y sudor gélido desborda por completo las calles al paso de la carrera vallecana. Son ya sesenta años llenando de jadeos las esquinas de este barrio obrero y de aluvión de miles de ilusiones. Sesenta mil almas derramadas, penitentes con capirote amarillo, la clase de tropa, en busca de la felicidad efímera de una meta, sufriendo entre los gritos de ánimos de los vecinos asomados desde las tabernas de la calle Payaso Fofó con el blanco en la mano. Y algo más de mil atletas, el estado mayor, la élite volatinera, flotando etéreos y gráciles, casi volando ingrávidos y ajenos al cansancio. «Se han vuelto locos los madrileños», comentaban Hipomenes y Atalanta. «Alegría, zancadas y ácido láctico, —responde Cibeles— agujetas con gusto no pican».

Sincronía perfecta de zancada entre los dos escapados. Entrenar en las altiplanicies africanas es igual a elevado hematocrito. Ganó el etíope Aregawi (izquierda) al ugandés Kiplimo en un disputado esprint. En la foto a su paso por Cibeles.

Fotografías de Terry Mangino