LECTURAS DE VERANO II
Gabriel de Araceli (Para mi prima María Jesús, que es amiga de los textos largos).
Una novela, además de contener personajes, tramas, lugares, conflictos, nudos, detonante dinamitero y desenlace explosivo requiere provocar en el lector una reflexión profunda sobre la situación social, histórica y política del tiempo en ella narrados. Así se refleja en “La vuelta al mundo en la Numancia”, o en “Trafalgar”, por ejemplo, ambas de don Benito. O en “La isla del tesoro”, de Stevenson; o en “Los mares del Sur”, de Manuel Vázquez Montalbán, por citar sólo cuatro novelas en los que las aventuras o desventuras de los protagonistas se ven ilustradas con apuntes de las costumbres, vicios, virtudes y psicología de los habitantes que pueblan la sociedad en el momento narrado. Retazos que envuelven en un manto de identidad temporal y de verdad notarial la lectura novelesca y ponen derrotero preciso en la navegación por sus páginas hasta llegar, como cruceristas venturosos, a buen puerto, aunque no sea Venecia.
Sucede así en “La medida del meridiano”, escrita por Alberto Fortes, marinero por los siete mares, capitán en pesqueros de altura dedicado en su cuarto de bitácora a seguir el rumbo de corsarios y piratas de leyenda, aunque sean gallegos. Y amante de la trigonometría y de las constelaciones de la Vía Láctea por las que navegan los sueños de sus personajes.
Nos encontramos en el siglo XVIII, el Siglo de las Luces, de la Ilustración, de la discusión entre las ideas de Newton y las de Descartes. Principia Mathematica y Principia Philosophiae. Escritas ambas en latín. ¡Con un par! O, entre la razón científica y la sinrazón de la fe religiosa. La Tierra, ¿es un melón o una sandía? ¿Es un elipsoide oblato u oblongo? Una discusión entre la teoría geocéntrica propuesta por Tolomeo, y la teoría heliocéntrica de Copérnico. Segunda parte del reinado de Felipe V, tras el efímero ascenso al trono, en 1724, de su hijo Luis I, que sólo estaría 229 días coronado (mejor no curiosear en los entresijos de ese reinado para no sentir vergüenza patriótica por los personajes reales tan novelescos, tan lamentables que en él medraron). Ha habido, a comienzos de ese siglo, una larga Guerra de Sucesión entre las potencias europeas por disputarse el trono de España. Y acuerdos de paz que incluyeron la cesión de Gibraltar, en 1713, por el Tratado de Utrecht al que era ya United Kingdom desde 1707. O la vergonzante y perpetua Guerra del Asiento del negro (se relata en la novela un episodio más de ese exabrupto, entre 1739 y 1748), en la que se dirimía qué número de esclavos negros podían apresarse en África y venderse después por las Américas los dos reinos.

Proximidad no exenta de rivalidad entre las monarquías de España y Francia. Una familia. O dos. Felipe V, de personalidad enfermiza, tal vez esquizofrénico, nacido en Versalles, nieto del rey francés Louis XIV y bisnieto del rey español Felipe IV, que firma con su primo, el rey francés Louis XV, alianzas frente al inglés. Pero que presumen, cada una por su lado, de conocimientos no compartidos, de celos entre académicos tan letrados y doctos que afirman “no haber empleado nunca las manos para ganarse la vida”.
Y dos jóvenes protagonistas llenando en la novela toda la notoriedad narrativa. Comme il faut!: Jorge Juan, “Euclides”, y Antonio de Ulloa.
Marinos, geómetras, matemático uno y naturalista el otro, hombres de ciencia y acción en la flor de la vida, 22 y 19 años respectivamente. Ambos serán enviados junto con académicos franceses conspicuos en misión conjunta para determinar la longitud exacta del meridiano más occidental que pasa por la América del Sur española, por las tierras de Quito, prácticamente en el ecuador terrestre. Y por las montañas andinas descomunales de selvas, volcanes y ríos caudalosos infectados de caimanes como jamás vieran en sus tierras natales, Novelda y Sevilla, aquellos adelantados marineros ilustrados. Ambos parten de Cádiz el 26 de mayo de 1735 a bordo del navío “Conquistador”, de 64 cañones, y en la fragata “Incendio”, de 50 cañones. Llegarán a Cartagena de Indias el 7 de julio de 1735.

Les esperan once años de navegación y exploración por los Andes ecuatorianos trazando triangulaciones, senos, cosenos, tangentes y mapas por Cartagena de Indias, Panamá, Guayaquil, Quito, Chimborazo, Lima, El Callao, Cayambe, Pichincha, Riobamba, Cuenca, Guaranda, Machala… El planteamiento de la novela, que decía don Camilo.
Y testimoniando el desprecio que los españoles tienen por los indios. O las tensiones “nacionalistas” que por la gobernación de los territorios ya se inician entre la población criolla y la procedente de la metrópolis. Se reconoce en la narración la aceptable administración y burocracia que reina en aquellos países de ultramar a pesar de la distancia y extensión del terreno gobernado. Y serán víctimas los dos marinos de acusaciones falsas y de la ineptitud de la justicia poco diligente y enfrascada en sentencias partidistas y prevaricadoras. O se detalla la poca apreciación que los caciques indios tenían sobre los expedicionarios españoles, a los que veían como locos o magos por lo extravagante de sus comportamientos. Y ambos marinos constatan el maltrato que sufren los indios, cuestionándose la bondad o maldad de la Conquista. O se cuenta cómo crecían las haciendas españolas menguando las chácaras de los indios, arrebatándoselas. O se da fe de la corrupción y contrabando de los aduaneros locales en connivencia con las autoridades para lucrarse, ambas corporaciones, con las alcabalas y tributos que allá se recaudaban y no llegaban a la corona. España era así, la europea y la americana, un país lleno de gentes que malvivían cometiendo pequeños delitos con la colaboración de pequeños funcionarios. O luchando contra las plagas de mosquitos, contra las fiebres, contra los fríos gélidos o las lluvias amazónicas. Y cuenta el diario de a bordo la riqueza ostentosa de los jesuitas, entonces como ahora: «Se han hecho demasiado ricos aquí. Hay que ir pensando en recortarles las rentas o querrán ser independientes», afirma Dionisio Martínez de la Vega, presidente del reino de Tierra Firme. Es el nudo de la novela, que decía Camilo José Cela.

Y se describe el avance de la ciencia con los nuevos instrumentos ópticos, o sectores astronómicos para medir la oblicuidad de la eclíptica, péndulos, barómetros de mercurio o tablas geodésicas reservadas a los pocos sabios que gobiernan el mundo del conocimiento, de la ciencia. O la rijosidad y lascivia de la que hacen gala todas las órdenes religiosas: jesuitas (siempre los primeros en el arte de embaucar y defraudar), franciscanos o dominicos tenían sus concubinas, a veces varias, algo normal en aquellas latitudes, mientras que, en razón de ser Caballero de la Orden de Malta, Jorge Juan había hecho votos de castidad y no conoció mujer en los once años que duró su aventura equinoccial. ¡Tan joven y tan casto!

De todos esos retales, pecados y virtudes humanos está llena “La medida del meridiano”, un diario de a bordo de la tierra firme para narrar las aventuras y menesteres que durante más de una década soportaron los dos ilustrados marineros en compañía y competencia con sus exquisitos, a veces insufribles celosos y chauvinistas colegas franceses. Jóvenes, guapos, entregados al amor espiritual de la ciencia y obviando el placer de la carnalidad. Jorge Juan, erudito e ingeniero naval, volvería de su aventura equinoccial al reino de todas las Españas a principios de abril de 1746, tras múltiples tropiezos y desventuras. Antonio Ulloa lo haría el 25 de julio de ese año. Felipe V había muerto dos semanas antes, el 9 de julio. Dos años después de su regreso, Jorge Juan fue enviado, en 1748, por el Marqués de la Ensenada como espía al Reino Unido, para enterarse de las técnicas de construcción de barcos que se desarrollaban entonces por esos lares. Su labor de espionaje supuso una mejora considerable en la construcción de buques y el mantenimiento del poderío naval español en las mares oceanas hasta Trafalgar, 1805, donde se rompieron las alianzas marinas hispano-francesas. Pero eso quizás lo novele el autor, Alberto Fortes, próximamente. Es recomendable utilizar un atlas durante la lectura para seguir el recorrido de aquellos excelsos cartógrafos por los Andes ecuatorianos. Quede el desenlace de la novela para el descubrimiento del lector. Jorge Juan, sí, fue algo más que una calle de Madrid.
Y la Tierra resultó ser una sandía.
